La nave de los locos

Una dulce introducción al caos

Lo sagrado o la imagen – Silvio Mattoni

lo sagrado o la imagen

marzo 24, 2012 Posted by | textos, Textos trabajados en clase | , | Deja un comentario

Bataille Georges – La Conjuracion Sagrada Ensayos 1929 – 1939

Bataille Georges – La Conjuracion Sagrada Ensayos 1929 – 1939

marzo 19, 2012 Posted by | textos | , | Deja un comentario

La Noción de Gasto – Georges Bataille

1. Insuficiencia del principio clásico de utilidad

Cuando el sentido de un debate depende del valor fundamental de la palabra útil, es decir, siempre que se aborda una cuestión esencial relacionada con la vida de las sociedades humanas, sean cuales sean las personas que intervienen y las opiniones representadas, es posible afirmar que se falsea necesariamente el debate y se elude la cuestión fundamental. No existe, en efecto, ningún medio correcto, considerando el conjunto más o menos divergente de las concepciones actuales, que permita definir lo que es útil a los hombres. Esta laguna queda harto probada por el hecho de que es constantemente necesario recurrir, del modo más injustificable, a principios que se intentan situar más allá de lo útil y del placer. Se alude, hipócritamente, al honor y al deber combinándolos con el interés pecuniario y, sin hablar de Dios, el Espíritu se usa para enmascarar la confusión intelectual de aquellos que rehusan aceptar un sistema coherente.

Sin embargo, la práctica usual evita estas dificultades elementales, y la conciencia común parece que, en una primera aproximación, no puede oponer más que reservas verbales al principio clásico de la utilidad, es decir, de la pretendida utilidad material. Teóricamente, ésta tiene por objeto el placer -pero solamente bajo una forma atemperada, ya que el placer violento se percibe como patológico– y queda limitada a la adquisición (prácticamente a la producción) y a la conservación de bienes, de una parte, y a la reproducción y conservación de vidas humanas, por otra: (preciso es añadir, ciertamente, la lucha contra el dolor, cuya importancia hasta en sí misma para poner de manifiesto el carácter negativo del principio del placer teóricamente introducido en la base). En la serie de representaciones cuantitativas ligadas a esta concepción de la existencia, plana e insostenible, sólo el problema de la reproducción se presta seriamente a la controversia por el hecho de que un aumento exagerado del número de seres vivientes puede disminuir la parte individual. Pero, globalmente, cualquier enjuiciamiento general sobre la actividad social implica el principio de que todo esfuerzo particular debe ser reducible, para que sea válido, a las necesidades fundamentales de la producción y la conservación. El placer, tanto si se trata de arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido, en definitiva, en las interpretaciones intelectuales corrientes, a una concesión, es decir, a un descanso cuyo papel sería subsidiario. La parte más importante de la vida se considera constituida por la condición -a veces incluso penosa- de la actividad social productiva.

Es verdad que la experiencia personal, tratándose de un joven, capaz de derrochar y destruir sin sentido, se opone, en cualquier caso, a esta concepción miserable. Pero incluso cuando éste se prodiga y se destruye sin consideración alguna, hasta el más lúcido ignora el porqué o se cree enfermo. Es incapaz de justificar utilitariamente su conducta y no cae en la cuenta de que una sociedad humana puede estar interesada, como él mismo, en pérdidas considerables, en catástrofes que provoquen, según necesidades concretas, abatimientos profundos, ataques de angustia y, en último extremo, un cierto estado orgiástico.

La contradicción entre las concepciones sociales corrientes y las necesidades reales de la sociedad se asemeja, de un modo abrumador, a la estrechez de mente con que el padre trata de obstaculizar la satisfacción de las necesidades del hijo que tiene a su cargo. Esta estrechez es tal que le es imposible al hijo expresar su voluntad. La cuasi malvada protección de su padre cubre el alojamiento, la ropa, la alimentación, hasta algunas diversiones anodinas. Pero el hijo no tiene siquiera el derecho de hablar de lo que le preocupa. Está obligado a hacer creer que no se enfrenta a nada abominable. En este sentido es triste decir que la humanidad consciente continúa siendo menor de edad; admite el derecho de adquirir, de conservar o de consumir racionalmente, pero excluye, en principio, el gasto improductivo.

Es cierto que esta exclusión es superficial y que no modifica la actividad práctica, del mismo modo que las prohibiciones no limitan al hijo, el cual se entrega a diversiones inconfesables en cuanto deja de estar en presencia del padre. La humanidad puede hacer suyas unas concepciones tan estúpidas y miopes como las paternas. Pero, en la práctica se comporta de tal forma que satisface necesidades que son una barbaridad atroz e incluso no parece capaz de subsistir más que al borde de lo excesivo.

Por otra parte, a poco que un hombre sea capaz de aceptar plenamente las consideraciones oficiales, o que pueden llegar a serlo, a poco que tienda a someterse a la atracción de quien dedica su vida a la destrucción de la autoridad establecida, es difícil creer que la imagen de un mundo apacible y coherente con la razón pueda llegar a ser para él otra cosa que una cómoda ilusión.

Las dificultades que pueden encontrarse en el desarrollo de una concepción que no siga el modelo despreciable de las relaciones del padre con su hijo no son, por lo tanto, insuperables. Se puede añadir la necesidad histórica de imágenes vagas y engañosas para uso de la mayoría, que no actúa sin un mínimo de error (del cual se sirve como si fuera una droga) y que, además, en cualquier circunstancia, rechaza reconocerse en el laberinto al que conducen las inconsecuencias humanas. Para los sectores incultos o poco cultivados de la sociedad, una simplificación extrema constituye la única posibilidad de evitar una disminución de la fuerza agresiva. Pero sería vergonzoso aceptar como un límite al conocimiento las condiciones en las que se forman tales concepciones simplificadas. Y si una concepción menos arbitraria está condenada a permanecer de hecho como esotérica, si, como tal, tropieza, en las circunstancias actuales, con un rechazo insano, hay que decir que este rechazo es precisamente la deshonra de una generación en la que los rebeldes tienen miedo del clamor de sus propias palabras. No debemos, por tanto, prestarle atención.

2. El principio de pérdida

La actividad humana no es enteramente reducible a procesos de producción y conservación, y la consumición puede ser dividida en dos partes distintas. La primera, reducible, está representada por el uso de un mínimo necesario a los individuos de una sociedad dada la conservación de la vida y para la continuación de la actividad productiva. Se trata, pues, simplemente, de la condición fundamental de esta última. La segunda parte está representada por los llamados gastos improductivos: el lujo, los duelos, las guerras, la construcción de monumentos suntuarios, los juegos, los espectáculos, las artes, la actividad sexual perversa (es decir, desviada de la actividad genital), que representan actividades que, al menos en condiciones primitivas, tienen su fin en sí mismas. Por ello, es necesario reservar el nombre de gasto para estas formas improductivas, con exclusión de todos los modos de consumición que sirven como medio de producción. A pesar de que siempre resulte posible oponer unas a otras, las diversas formas enumeradas constituyen un conjunto caracterizado por el hecho de que, en cualquier caso, el énfasis se sitúa en la pérdida, la cual debe ser lo más grande posible para que adquiera su verdadero sentido.

Este principio de pérdida, es decir, de gasto incondicional, por contrario que sea al principio económico de la contabilidad (el gasto regularmente compensado por la adquisición), sólo racional en el estricto sentido de la palabra, puede ponerse de manifiesto con la ayuda de un pequeño número de ejemplos extraídos de la experiencia corriente.

1) No basta con que las joyas sean bellas y deslumbrantes, lo que permitiría que fueran sustituidas por otras falsas. El sacrificio de una fortuna, en lugar de la cual se ha preferido un collar de diamantes, es lo que constituye el carácter fascinante de dicho objeto. Este hecho debe ser relacionado con el valor simbólico de las joyas, que es general en psicoanálisis. Cuando un diamante tiene en un sueño una significación relacionada con los excrementos, no se trata solamente de una asociación por contraste ya que, en el subconsciente, las joyas, como los excrementos, son materias malditas que fluyen de una herida, partes de uno mismo destinadas a un sacrificio ostensible (sirven, de hecho, para hacer regalos fastuosos cargados de deseo sexual). El carácter funcional de las joyas exige su inmenso valor material y explica el poco caso hecho a las más bellas imitaciones, que son casi inutilizables.

2) Los cultos exigen una destrucción cruenta de hombres y de animales de sacrificio. El sacrificio no es otra cosa, en el sentido etimológico de la palabra, que la producción de cosas sagradas.

Es fácil darse cuenta de que las cosas sagradas tienen su origen en una pérdida. En particular, el éxito del cristianismo puede ser explicado por el valor del tema de la crucifixión del hijo de Dios, que provoca la angustia humana por equivaler a la pérdida y a la ruina sin límites.

3) En los diferentes deportes, la pérdida se produce, en general, en condiciones complejas. Cantidades de dinero considerables se gastan en mantenimiento de locales, de aparatos y de hombres. Las energías se prodigan, en lo posible, con la finalidad de provocar un sentimiento de estupefacción y, en todo caso, con una intensidad infinitamente más grande que en las empresas de producción. El peligro de muerte no se evita, ya que constituye, por el contrario, el objeto de una fuerte atracción inconsciente. Por otra parte, las competiciones son, a veces, la ocasión para repartir riquezas de un modo ostensible. Muchedumbres inmensas asisten a ellas. Sus pasiones se desencadenan con gran frecuencia sin control alguno y la pérdida de ingentes cantidades de dinero queda comprometida en forma de apuestas. Es verdad que esta circulación de dinero beneficia a un pequeño número de profesionales de la apuesta, pero no por ello esta circulación puede ser menos considerada como una carga real de las pasiones desencadenadas por la competición, que ocasiona a un gran número de apostadores pérdidas despro-porcionadas con sus medios. Estas pérdidas alcanzan frecuentemente una importancia tal que los apostadores no tienen otra salida que la prisión o la muerte. Por otra parte, formas diferentes de gasto improductivo pueden estar ligadas, según las circunstancias, a los grandes espectáculos de competición que, del mismo modo que los elementos animados por un movimiento propio, se sienten atraídos por una turbulencia mayor. Así es como a las carreras de caballos se asocian procesos de clasificación social de carácter suntuario (basta mencionar la existencia de los Jockey Cluby la producción ostentosa de las lujosas novedades de la moda. Hay que hacer observar, además, que el conjunto de los gastos que tienen lugar actualmente en las carreras es insignificante comparado con las extravagancias de los bizantinos, que unen a las competiciones hípicas el conjunto de la actividad pública.

4) Desde el punto de vista del gasto, las producciones artísticas pueden ser divididas en dos grandes categorías, entre las cuales la primera está constituida por la arquitectura, la música y la danza. Esta categoría comporta gastos reales. No obstante, la escultura y la pintura, sin hacer referencia a la utilización de lugares concretos para ceremonias o espectáculos, introducen en la arquitectura misma el principio de la segunda categoría, el del gasto simbólico. Por su parte, la música y la danza pueden estar fácilmente cargadas de significaciones exteriores.

En su forma superior, la literatura y el teatro, que constituyen la segunda categoría, provocan la angustia y el horror por medio de representaciones simbólicas de la pérdida trágica (decadencia o muerte). En su forma inferior provocan la risa por medio de representaciones cuya estructura es análoga, pero excluyen ciertos elementos de seducción. El término poesía, que se aplica a las formas menos degradadas, menos intelectualizadas de la expresión de un estado de pérdida, puede ser considerado como sinónimo de gasto; significa, en efecto, de la forma más precisa, creación por medio de la pérdida. Su sentido es equivalente a sacrificio. Es cierto que el nombre de poesía no puede ser aplicado de forma apropiada, más que a una parte bastante poco conocida de lo que viene a designar vulgarmente y que, por falta de una decantación previa, pueden introducirse las peores confusiones. Sin embargo, en una primera exposición rápida, es imposible referirse a los límites infinitamente variables que existen entre determinadas formaciones subsidiarias y el elemento residual de la poesía. Es más fácil decir que, para los pocos seres humanos que están enriquecidos por este elemento, el gasto poético deja de ser simbólico en sus consecuencias. Por tanto, en cierta medida, la función creativa compromete la vida misma del que la asume, puesto que lo expone a las actividades más decepcionantes, a la miseria, a la desesperanza, a la persecución de sombras fantasmales, que sólo pueden dar vértigo, o a la rabia. Es frecuente que el poeta no pueda disponer de las palabras más que para su propia perdición, que se vea obligado a elegir entre un destino que convierte a un hombre en un réprobo, tan drásticamente aislado de la sociedad como lo están los excrementos de la vida apariencial, y una renuncia cuyo precio es una actividad mediocre, subordinada a necesidades vulgares y superficiales.

 

3. Producción, intercambio y gasto improductivo

Una vez demostrada la existencia del gasto como función social, es necesario tomar en consideración las relaciones de esta función con las de producción y adquisición, que son opuestas. Estas relaciones se presentan inmediatamente como las de un fin con la utilidad. Y, si bien es verdad que la producción y la adquisición, cambiando de forma al desarrollarse, introducen una variable cuyo conocimiento es fundamental para la comprensión de los procesos históricos, ambas no son, sin embargo, más que medios subordinados al gasto. A pesar de ser espantosa, la miseria humana no ha sido nunca una realidad digna de atención en las sociedades porque la preocupación por la conservación, que da a la producción la apariencia de un fin, se impone sobre el gasto improductivo. Para mantener esta preeminencia, como el poder está ejercido por las clases que gastan, la miseria ha sido excluida de toda actividad social. Y los miserables no tienen otro medio de entrar en el círculo del poder que la destrucción revolucionaria de las clases que lo ocupan, es decir, a través de un gasto social sangriento y absolutamente ilimitado.

El carácter secundario de la producción y de la adquisición con respecto al gasto aparece de la forma más clara en las instituciones económicas primitivas debido a que el intercambio es todavía tratado como una pérdida suntuaria de los objetos cedidos. El intercambio se presenta así, en el fondo, como un proceso de gasto sobre el que se desarrolló un proceso de adquisición. La economía clásica creyó que el intercambio primitivo se producía bajo la forma de trueque, pues no tenía, en efecto, ninguna razón para suponer que un medio de adquisición como el intercambio hubiera podido tener como origen, no la necesidad de adquirir sino la necesidad contraria de destrucción y de pérdida. La concepción tradicional de los orígenes de la economía no ha sido arruinada más que en fecha reciente, incluso muy reciente, por lo que en gran número de economistas sigue considerando arbitrariamente el trueque como el ancestro del comercio.

Opuesta a la noción artificial de trueque, la forma arcaica del intercambio ha sido identificada por Mauss con el nombre de potlatch[ii] tomado de los indios del noroeste americano, que practican el tipo más conocido. Instituciones análogas al potlatch indio o rastros de ellas han sido halladas con mucha frecuencia. El potlatch de los tlingit, los haïda, los tsimshian, los kwakiutl de la costa noroeste ha sido estudiado con precisión desde fines del siglo XIX (pero no fue comparado, entonces, con las formas arcaicas de intercambio de otros países). Los pueblos americanos menos avanzados practican el potlatch con ocasión de cambios en la situación de las personas -iniciaciones, matrimonios, funerales e incluso, bajo una forma menos desarrollada, nunca puede ser disociado de un fiesta, bien porque el potlatch ocasione la fiesta, bien porque tenga lugar con ocasión de ella. El potlatch excluye todo regateo y, en general, está constituido por un don considerable de riquezas que se ofrecen ostensiblemente con el objeto de humillar, de desafiar y de obligar a un rival. El carácter de intercambio del don resulta del hecho de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar el desafío, debe cumplir con la obligación contraída por él al aceptarlo respondiendo más tarde con un don más importante; es decir, que debe devolver con usura.

Pero el don no es la única forma del potlatch. Es igualmente posible desafiar rivales por medio de destrucciones espectaculares de riqueza. A través de esta última forma es como el potlatch incorpora el sacrificio religioso, siendo las destrucciones teóricamente ofrecidas a los ancestros míticos de los donatarios. En una época relativamente reciente, podía acontecer que un jefe tlingit se presentara ante su rival para degollar en su presencia algunos de sus esclavos. Esta destrucción debía ser respondida, en un plazo determinado, con el degollamiento de un número de esclavos mayor. Los tchoukchi del extremo noroeste siberiano, que conocían instituciones análogas al potlatch, degollaban colleras de perros de un valor considerable para hostigar y humillar a otros grupo. En el noroeste americano, las destrucciones consisten incluso en incendios de aldeas y en el destrozo de pequeñas flotas de canoas. Lingotes de cobre blasonados, una especie de moneda a la que se atribuía un valor convenido tal que representaban una inmensa fortuna, eran destrozadas o arrojadas al mar. El delirio propio de la fiesta se asocia lo mismo a las hecatombes de patrimonio que a los dones acumulados con la intención de maravillar y sobresalir.

La usura, que interviene regularmente en estas operaciones bajo forma de plusvalor obligatorio en los potlatch de revancha, ha permitido poder decir que el préstamo con interés debería ocupar el lugar del trueque en la historia de los orígenes del intercambio. Hay que reconocer, en efecto, que la riqueza se multiplica en las civilizaciones con potlatch de una forma que recuerda el hipercrecimiento del crédito en la civilización bancaria. Es decir, que sería imposible realizar a la vez todas las riquezas poseídas por el conjunto de los donadores en base a las obligaciones contraídas por el conjunto de los donatarios. Pero esta semejanza alude a una característica secundaria del potlatch.

El potlatch es la constitución de una propiedad positiva de la pérdida -de la cual emanan la nobleza, el honor, el rango en la jerarquía- que da a esta institución su valor significativo. El don debe ser considerado como una pérdida y también como una destrucción parcial, siendo el deseo de destruir transferido, en parte, al donatario. En las formas inconscientes, tales como las que describe el psicoanálisis, el don simboliza la excreción, que está ligada a la muerte según la conexión fundamental del erotismo anal y el sadismo. El simbolismo excremencial de los cobres blasonados, que constituyen en la costa noroeste objetos de don por excelencia, está basado en una mitología muy rica. En Melanesia, el donador designa como su basura a los magníficos regalos que deposita a los pies del jefe rival.

Las consecuencias en el orden de la adquisición no son más que el resultado no querido -al menos en la medida en que los impulsos que rigen la operación sigan siendo primitivos- de un proceso dirigido en un sentido contrario. “El ideal, indica Mauss, sería dar un potlatch y que no fuera devuelto”. Este ideal es realizado por ciertas destrucciones en las cuales la costumbre consiste en que no tengan contrapartidas posibles. Por otra parte, cuando los frutos del potlatch se encuentran, de alguna forma, unidos a la realización de un nuevo potlatch, el sentido arcaico de la riqueza se pone de manifiesto sin ninguno de los atenuantes que resultan de la avaricia desarrollada en estadios ulteriores. La riqueza aparece así como una adquisición en tanto que el rico adquiere un poder, pero la riqueza se dirige enteramente hacia la pérdida en el sentido en que tal poder sea entendido como poder de perder. Solamente por la pérdida están unidos a la riqueza la gloria y el honor.

En tanto que juego, el potlatch es lo contrario de un principio de conservación. Pone fin a la estabilidad de las fortunas tal como existían en el interior de la economía totémica, donde la posesión era hereditaria. Una actividad de cambio excesivo ha colocado en el lugar de la herencia una especie de póker ritual, en forma delirante, como fuente de la posesión. Pero los jugadores nunca pueden retirarse una vez que han hecho la fortuna. Deben permanecer expuestos a la provocación. La fortuna no tiene, pues, en ningún caso, que situar al que la posee al abrigo de las necesidades. Por el contrario, queda funcionalmente, y con la fortuna el poseedor, expuesto a la necesidad de pérdida desmesurada que existe en estado endémico en un grupo social.

La producción y el consumo no suntuario que condicionan la riqueza aparecen así en tanto que utilidad relativa.

 

4. El gasto funcional de las clases ricas

La noción del potlatch propiamente dicho debe quedar reservada a los gastos de tipo agonístico que se hacen por desafío, que entrañan contrapartidas y, más precisamente aún, a aquellas formas de gasto que las sociedades arcaicas no distinguen del intercambio.

Es importante saber que el intercambio, en su origen, fue inmediatamente subordinado a un fin humano, aunque es evidente que su desarrollo ligado al progreso de los modos de producción no comenzó más que en el estadio en el que esta subordinación dejó de ser inmediata. El principio mismo de la función de producción exige que los productos sean sustraídos a la pérdida, al menos provisionalmente.

En la economía mercantil, los procesos de intercambio tienen un sentido adquisitivo. Las fortunas no se ponen ya en una mesa de juego y se convierten en relativamente estables. Solamente en la medida en que la estabilidad queda asegurada, y cuando ni siquiera unas pérdidas considerables pueden ponerla en peligro, llegan a someterse al régimen de gasto improductivo. Los componentes elementales del potlatch se encuentran, en estas nuevas condiciones, bajo formas que ya no son tan directamente agonísticas[iii]. El gasto sigue siendo destinado a adquirir o mantener el rango, pero en principio no tiene por objeto, ya, hacérselo perder a otro.

Cualesquiera que sean estas atenuaciones, la pérdida ostentosa sigue estando universalmente ligada a la riqueza como su función última.

Más o menos ajustadamente, el rango social está ligado a la posesión de una fortuna, pero aún con la condición de que la fortuna sea parcialmente sacrificada a los gastos sociales improductivos tales como las fiestas, los espectáculos y los juegos. Remarquemos que, en las sociedades salvajes, en las que la explotación del hombre por el hombre es todavía débil, los productos de la actividad humana no afluyen solamente hacia los ricos en razón de los servicios de protección o dirección sociales que, al parecer, prestan sino, también, en razón de los gastos espectaculares de la colectividad a los que deben hacer frente. En las sociedades llamadas civilizadas, la obligación funcional de la riqueza no ha desaparecido más que en una época relativamente reciente. La decadencia del paganismo entrañó la de los juegos y los cultos a los que los romanos ricos debían obligatoriamente hacer frente. Por esto es por lo que se ha podido decir que el cristianismo individualizó la propiedad, dando a su poseedor una plena disposición de sus productos y aboliendo su función social. Al abolir esta función, al menos en tanto que obligatoria, el cristianismo sustituyó los gastos paganos exigidos por la costumbre por la limosna libre, bien bajo la forma de donaciones extremadamente importantes a las iglesias y, más tarde, a los monasterios. Las iglesias y los monasterios asumieron precisamente en la Edad Media la mayor parte de la función espectacular.

Hoy las formas sociales grandes y libres del gasto improductivo han desaparecido. Sin embargo, no debemos concluir por ello que el principio mismo del gasto improductivo haya dejado de ser el fin de la actividad económica.

Semejante evolución de la riqueza, cuyos síntomas tienen el sentido de la enfermedad y el abatimiento, conduce a una vergüenza de sí mismo y, al mismo tiempo, a una mezquina hipocresía. Todo lo que era generoso, orgiástico y desmesurado ha desaparecido. Los actos de rivalidad, que continúan condicionando la actividad individual, se desarrollan en la oscuridad y se asemejan a vergonzosos regüeldos. Los representantes de la burguesía muestran un comportamiento pudoroso; la exhibición de riquezas se hace ahora en privado, conforme a unas convenciones enojosas y deprimentes. De otra parte, los burgueses de la clase media, los empleados y los pequeños comerciantes, que cuentan con una fortuna mediocre o ínfima, han acabado de envilecer el gasto ostentatorio, que ha sufrido una especie de parcelación, y del que ya no queda más que una multitud de esfuerzos vanidosos ligados a rencores fastidiantes.

No obstante, tales simulacros se han convertido, con pocas excepciones, en la principal razón de vivir, de trabajar y de sufrir para todos aquellos que no tienen coraje para someter su herrumbrosa sociedad a una destrucción revolucionaria. Alrededor de los bancos modernos, como alrededor de los kwakiutl, el mismo deseo de deslumbrar anima a los individuos y los involucra en un sistema de pequeñas vanidades que ciegan a unos contra otros como si estuvieran ante una luz muy fuerte. A algunos pasos del banco, las joyas, los vestidos, los coches esperan en los escaparates el día que servirán para aumentar el esplendor de un siniestro industrial y de su vieja esposa, más siniestra aún. En un grado inferior, péndulos dorados, aparadores de comedor, flores artificiales prestarán servicios igualmente inconfesables a reatas de tenderos. La emulación del ser humano al ser humano se libera como entre los salvajes, con una brutalidad equivalente. Sólo la generosidad y la nobleza han desaparecido y con ellas la contrapartida espectacular que los ricos devolvían a los miserables.

En tanto que clase poseedora de la riqueza, que ha recibido con ella la obligación del gasto funcional, la burguesía moderna se caracteriza por la negación de principio que opone a esta obligación. Se distingue de la aristocracia en que no consiente gastar más que para sí misma, en el interior de ella misma, es decir disimulando sus gastos, cuando es posible, a los ojos de otras clases. Esta forma particular es debida, en el origen, al desarrollo de su riqueza a la sombra de una clase noble más potente que ella. A estas concepciones humillantes de gasto restringido han respondido las concepciones racionalistas que la burguesía ha desarrollado a partir del siglo XVII y que no tienen otro sentido que una representación del mundo estrictamenteeconómica, en el sentido vulgar, en el sentido burgués de la palabra. La aversión al gasto es la razón de ser y la justificación de la burguesía y, al mismo tiempo, de su hipocresía tremenda. Los burgueses han utilizado las prodigalidades de la sociedad feudal como un abuso fundamental y, después de apropiarse del poder, se han creído, gracias a sus hábitos de disimulo, en situación de practicar una dominación aceptable para las clases pobres. Y es justo reconocer que el pueblo es incapaz de odiarlos tanto como a sus antiguos amos, en la medida en que, precisamente, es incapaz de amarlos, pues a los burgueses les es imposible disimular tanto la sordidez de su rostro como su innoble rapacidad, tan horriblemente mezquina que la vida humana queda degradada sólo con su presencia.

Frente a los burgueses, la conciencia popular se reduce a mantener profundamente el principio del gasto, representando la existencia burguesa como la vergüenza del hombre y como una siniestra anulación.

 

5. La lucha de clases

Al oponerse tanto a la esterilidad como al gasto, coherentemente con la razón propia del cálculo, la sociedad burguesa no ha conseguido más que desarrollar la mezquindad universal. La vida humana no vuelve a encontrar la agitación, según las exigencias de necesidades irreductibles, más que en el esfuerzo de quienes desorbitan las consecuencias de las concepciones racionalistas corrientes. Los modos de gasto tradicional se han atrofiado, y el suntuario tumulto viviente se ha refugiado en el desencadenamiento sorprendente de la lucha de clases.

Los componentes de la lucha de clases están presentes en la evolución del gasto desde el período arcaico. En el potlatch, el rico distribuye los productos que le entregan los miserables. Busca elevarse por encima de un rival rico como él, pero el último peldaño de la elevación a la que aspira no tiene otro objetivo que alejarlo aún más de la naturaleza de los miserables. De este modo, el gasto, aunque tiene una función social, empieza por ser un acto agonístico de separación, de apariencia antisocial. El rico consume lo que pierde el pobre creando para él una categoría de decadencia y de abyección que abre la vía a la esclavitud. Por tanto, es evidente que, de la herencia indefinidamente transmitida desde el suntuario mundo antiguo, el moderno ha recibido el legado de esta categoría, actualmente reservada a los proletarios. Sin duda, la sociedad burguesa, que pretende gobernarse siguiendo principios racionales, que tiende, además, por su propio movimiento, a conseguir una cierta homogeneidad humana, no acepta sin protesta una división que parece destructiva del hombre mismo, pero es incapaz de llevar la resistencia más allá de la negación teórica. Da a los obreros derechos iguales a los de los amos y anuncia la igualdad inscribiendo ostensiblemente la palabra sobre los muros. Sin embargo, los amos, que actúan como si ellos fueran la expresión de la sociedad misma, están preocupados – más gravemente que por cualquier otro problema- por dejar constancia de que no participan en nada de la abyección de los hombres a quienes dan empleo. El fin de la actividad obrera es producir para vivir, pero el de la actividad patronal es producir para condenar a los productores obreros a una descomunal miseria. Pues no existe ninguna disyunción posible entre la cualificación buscada en los modos de gasto propios del patrón, que tiende a elevarse muy por encima de la bajeza humana y la bajeza misma, de la cual ésta cualificación es función.

Oponer a esta concepción del gasto social agonístico la representación de los numerosos esfuerzos burgueses tendientes a mejorar la suerte de los obreros no es más que la expresión de la infamia de las modernas clases superiores, que no tienen el valor de reconocer sus destrucciones. Los gastos realizados por los capitalistas para socorrer a los proletarios y darles la oportunidad de elevarse en la escala humana no testimonian más que la impotencia -por extenuación- para llevar hasta el fin un proceso suntuario. Una vez que tiene lugar la pérdida del pobre, el placer del rico se encuentra poco a poco vaciado de su contenido y neutralizado, colocándolo ante una especie de indiferencia apática. En estas condiciones, a fin de mantener, a pesar de elementos (sadismo, piedad) que tienden a perturbarlo, un estado neutro que la apatía misma hace relativamente agradable, puede ser útil compensar una parte del gasto que engendra la abyección con un gasto nuevo tendiente a atenuar los resultados de la primera. El sentido político de los patronos, junto a ciertos desarrollos parciales de prosperidad, ha permitido dar a veces una amplitud notable a este proceso de compensación. Así es como, en los países anglosajones, en particular en los Estados Unidos de América, el proceso primario no se produce más que a expensas de una parte relativamente débil de la población y como, en una cierta medida, la clase obrera misma ha sido llevada a participar en él (sobre todo cuando ello estaba facilitado por la existencia previa de una clase como la de los negros, tenida por abyecta de común acuerdo). Pero estas escapatorias, cuya importancia está, por otra parte, estrictamente limitada, no modifican en nada la división fundamental de las clases de hombres en nobles e innobles. El juego cruel de la vida social no varía a través de los diversos países civilizados en los que el esplendor insultante de los ricos pierde y degrada la naturaleza humana de la clase inferior.

Hay que añadir que la atenuación de la brutalidad de los amos que, por otra parte, no descansa tanto sobre la destrucción como sobre las tendencias psicológicas a la destrucción – corresponde a la atrofia general de los antiguos procesos suntuarios que caracteriza a la época moderna.

La lucha de clases se convierte, por el contrario, en la forma más grandiosas de gasto social, en la medida que es retomada y desarrollada, esta vez por cuenta de los obreros, con una amplitud que amenaza la existencia misma de los amos.

 

6. El cristianismo y la revolución

Al margen de la revuelta, a los atosigados miserables les ha sido posible rehusar la participación moral en el sistema de opresión de unos hombres por otros. En ciertas circunstancias históricas rehusaron, en particular por medio de símbolos más contundentes aún que la realidad, rebajar la “naturaleza humana” entera hasta una ignominia tan horrible que el placer de los ricos en provocar la miseria de los demás se hacía, de golpe, demasiado agudo para ser soportado sin vértigo. Se ha instituido así, independientemente de las formas rituales, un intercambio de desafíos exasperados, sobre todo del lado de los pobres, un potlatch en el que la escoria real y la inmundicia moral descubiertas han rivalizado de un modo espectacular con todo lo que el mundo contiene de riqueza, de pureza o de esplendor. Con esta clase de convulsiones espasmódicas se ha abierto una salida excepcional por la desesperanza religiosa que había en la explotación sin reserva.

Con el cristianismo, la alternancia de exaltación y de angustia, de suplicios y de orgías que constituyen la vía religiosa, se plantea un contexto más trágico, confundiéndose con una estructura social enferma, desgarrándose ella misma con la crueldad más sórdida. El canto de triunfo de los cristianos magnifica a Dios porque ha entrado en el juego cruento de la guerra social, porque “ha despeñado a los poderosos de lo alto de su grandeza y exaltado a los miserables. Sus mitos asocian la ignominia social, la ruina cadavérica del crucificado con el esplendor divino. Así es como el culto asume la función de total oposición de fuerzas de sentido contrario, repartidas de tal modo entre ricos y pobres que los unos llevan a los otros a la pérdida. El culto se une estrechamente a la desesperanza terrestre, no siendo el mismo más que un epifenómeno del odio sin medida que divide a los hombres, pero un epifenómeno que tiende a suplantar el conjunto de procesos divergentes que resume. Según las palabras atribuidas a Cristo, que decía que él había venido a dividir, no a reinar, la religión no busca, pues, en absoluto, hacer desaparecer lo que otros consideran como la calamidad humana. En su forma inmediata, en la medida en que su movimiento ha quedado libre, la religión se encenaga, por el contrario, en una inmundicia indispensable a sus tormentos extáticos.

El sentido del cristianismo viene dado por el desenvolvimiento de las consecuencias delirantes del gasto de clases, por una orgía agonística mental practicada a expensas de la lucha real.

Sin embargo, cualquiera que sea la importancia que la lucha tenga en la actividad humana, la humillación cristiana no es más que un episodio en la lucha histórica de los innobles contra los nobles, de los impuros contra los puros. Como si la sociedad, consciente de su desquiciamiento intolerable, hubiera estado por un tiempo ebria, a fin de gozarlo sádicamente. Pero la ebriedad más pesada no ha podido borrar las consecuencias de la miseria humana y, aunque las clases explotadas se opongan a las clases superiores con una lucidez creciente, ningún límite concebible puede ponerse al odio. En la agitación histórica, sólo la palabra Revolución domina la confusión reinante y comporta promesas que responden a las exigencias ilimitadas de las masas. Una simple ley de reciprocidad social exige que a los amos, a los explotadores, cuya función social consiste en crear formas despreciables, excluyentes de la naturaleza humana -tal como esta naturaleza existe en el límite de la tierra, es decir, del barro- se les entregue al miedo, al gran atardecer en el que sus bellas frases quedarán cubiertas por los gritos de muerte de los amotinados. Es la esperanza sangrienta que se confunde cada día con la existencia popular y que resume el contenido insobornable de la lucha de clases.

La lucha de clases no tiene más que un fin posible: la pérdida de quienes han trabajado por perder a la “naturaleza humana”.

Cualquiera que sea la forma de desarrollo elegida, sea ésta revolucionaria o servil, las convulsiones generales constituidas durante dieciocho siglos por el éxtasis religioso cristiano y, en nuestros días, por el movimiento obrero, deben ser consideradas igualmente como una impulsión decisiva que constriñe a la sociedad a utilizar la exclusión de unas clases por otras para realizar un modo de gasto tan trágico y tan libre como sea posible, al mismo tiempo que a introducir formas sagradas tan humanas que las formas tradicionales lleguen a ser comparativamente despreciables. Es el carácter cambiante de estos movimientos lo que atestigua el valor humano total de la Revolución obrera, susceptible de actuar por sí misma con una fuerza tan constrictiva como la que dirige a los organismos elementales hacia el sol.

 

7. La insubordinación de los hechos materiales

La vida humana, distinta de su existencia jurídica, y tal como tiene lugar, de hecho, sobre un globo aislado en el espacio celeste, en cualquier momento y lugar, no puede quedar, en ningún caso, limitada a los sistemas que se le asignan en las concepciones racionales. El inmenso trabajo de abandono, de desbordamiento y de tempestad que la constituye podría ser expresado diciendo que la vida humana no comienza más que con la quiebra de tales sistemas. Al menos, lo que ella admite de orden y de ponderación no tiene sentido más que a partir del momento en el que las fuerzas ordenadas y ponderadas se liberan y se pierden en fines que no pueden estar sujetos a nada sobre lo que sea posible hacer cálculos. Sólo por una insubordinación semejante, incluso, aunque sea miserable, puede la especie humana dejar de estar aislada en el esplendor incondicional de las cosas materiales.

De hecho, de la forma más universal, aisladamente o en grupo los hombres se encuentran constantemente comprometidos en procesos de gasto. La variación de las formas no entraña alteración alguna de los caracteres fundamentales de estos procesos cuyo principio es la pérdida. Una cierta excitación, cuya intensidad se mantiene en el curso de las alternativas en un estiaje sensiblemente constante, anima las colectividades y las personas. En su forma acentuada, los estados de excitación, que son asimilables a estados tóxicos, pueden ser definidos como impulsiones ilógicas e irresistibles al rechazo de bienes materiales o morales, que habría sido posible utilizar racionalmente (según el principio de la contabilidad). A las pérdidas así realizadas se encuentra unida -tanto en el caso de la “muchacha perdida como en el del gasto militar- la creación de valores improductivos, de los cuales el más absurdo y al mismo tiempo el que provoca más avidez es la gloria. Junto con la degradación, la gloria, bajo formas siniestras o deslumbrantes, no ha dejado de dominar la existencia social y hace imposible emprender nada sin ella, a pesar de que está condicionada por la práctica ciega de la pérdida personal o social.

Y así es como la inmensa quiebra de la actividad arrastra a las intenciones humanas -incluidas las que se asocian con las actividades económicas- hacia el juego cualificador de la materia universal: la materia, en efecto, no puede ser definida más que por la diferencia no lógica, que representa con relación a la economía del universo, como lo que el crimen representa con relación a la ley. La gloria, que resume o simboliza (sin agotarlo) el objeto del gasto libre, como nunca puede excluir el crimen, no puede ser distinguida de la cualificación, al menos si tomamos en cuenta la única cualificación que tiene un valor comparable al de la materia, la cualificación insubordinada, que no es condición de ninguna otra cosa.

Si se considera, por otra parte, el interés, coincidente tanto con la gloria (como con la degradación), que la colectividad humana pone necesariamente en el cambio cualitativo realizado constantemente por el movimiento de la historia, si se considera, en fin, que este movimiento no puede contener ni conducir a una meta limitado, es posible, una vez abandonada toda reserva, asignar a la utilidad un valor relativo. Los hombres aseguran su subsistencia o evitan el sufrimiento no porque estas funciones impliquen por sí mismas un resultado suficiente, sino para acceder a la función insubordinada del gasto libre.


[i] Este estudio se publicó en el Nº 7 de “La critique sociale”, enero de 1933

[ii] Sobre el potlatch véase, sobre todo, MAUSS, “Ensayo sobre el don, forma arcaica del intercambio”, en “L’Année sociologique”, 1925. (Existe versión española en Marcel Mauss “Sociología y antropología”, Tecnos, Madrid 1979, pp. 155-258).

[iii] En el sentido de comportar rivalidad y lucha.

marzo 18, 2012 Posted by | posts interesantes, textos | | Deja un comentario

Acéphale (Georges Bataille y Pierre Klossowski, ferozmente religiosos)

Introducción

Se publican por primera vez en español los cuatro números de la legendaria revista ‘Acéphale’ —‘Acéfalo’— fundada en 1936 por Georges Bataille, Pierre Klossowski y otros pensadores, donde luego participan André Masson, Michel Foucault e, indirectamente, Maurice Blanchot, quienes bajo el signo de Nietzsche, se oponían a limitar al hombre a una existencia estrictamente racional. El presente texto, testimonia, además, la encendida ‘Discusión sobre el pecado’, que mantuvieron —entre otros— Bataille, Sartre y Jean Hyppolite en 1944. Aquí, un recorrido por esos materiales que todavía encienden furiosas polémicas.

‘Somos ferozmente religiosos y, en la medida en que nuestra existencia es la condena de todo lo que hoy se reconoce, una exigencia interior reclama que seamos igualmente imperiosos. Lo que emprendemos es una guerra. Es tiempo de abandonar el mundo de los civilizados y su luz. Es demasiado tarde para pretender ser razonable e instruido, pues esto condujo a una vida sin atractivos. Secretamente o no, es necesario convertirnos en otros o dejar de ser’. El 24 de junio de 1936, con el título de ‘La conjuración sagrada’, Georges Bataille, Pierre Klossowski y Georges Ambrosino se declararon con furia en contra de la modernidad en momentos en que Europa estaba por entrar en la peor de sus pesadillas: ese año Mussolini ya lleva trece en el poder; Hitler, tres, y estalla la Guerra Civil española.

La revista Acéphale (‘Acéfalo’), que tuvo apenas cuatro números y no duró más allá de 1939, fue el órgano de esta proclama. Con eso le alcanzó para convertirse en una experiencia mística para sus autores y mítica para la historia del pensamiento contemporáneo. Las críticas furibundas y los efusivos elogios que recibieron los miembros de Acéphale de varias de las principales figuras intelectuales del siglo XX imitan la intensidad de su apuesta.

La publicación de la revista completa en español en formato de libro, con las ilustraciones en facsímiles, marca el lanzamiento de la editorial Caja Negra. Acéphale integra una colección que se completa por ahora con El arte y la muerte y otros escritos de A. Artaud y Nietzsche, filósofo dionisíaco de E. Martínez Estrada.

La comunidad secreta.

‘Acéphale sigue ligado a su misterio. Los que participaron en él no están seguros de haber formado parte de él. No han hablado, o los herederos de su habla han mantenido una reserva todavía firmemente sostenida’, escribió Maurice Blanchot en La comunidad inconfesable (1983).

Si bien participaron varios autores (Roger Caillois, Jules Monnerot, Jean Rollin, Jean Wahl), Acéphale se apoyó en Bataille, Klossowski y André Masson, cuyos grabados muestran, en toda la revista, escenas de ese individuo desnudo sin cabeza, las piernas abiertas y los brazos en cruz, con una granada en una mano y un puñal en la otra, un cráneo en lugar de sexo, las tetillas convertidas en estrellas y un dédalo por vientre. Ese ser acéfalo era para Bataille y Klossowski la representación más cercana al superhombre nietzscheano: si hay un signo bajo el que se despliega la aventura, es el de Nietzsche.

Sin embargo, la publicación acéfala sí tenía cabeza, y era Bataille. Hacia 1936, su figura había alcanzado relieve en los medios intelectuales franceses. Para entonces, había creado varias revistas. Había militado en el surrealismo hasta pelearse con André Breton. Había pasado al Círculo de Comunistas Democráticos. Pero también había publicado artículos cuya pertenencia al pensamiento de izquierda era al menos dudosa. En especial dos: ‘La noción de gasto’ y ‘La estructura psicológica del fascismo’, publicados en La critique sociale en 1933. En ellos Bataille intentó hacer algo improbable para la época, marcada por el marxismo más tradicional: ‘trasladar la discusión a las arenas de los procesos simbólicos y retrotraerse a un punto de mira que no podía comenzar con el capitalismo y la modernidad’, como dice en el prólogo al libro su traductora, Margarita Martínez.

Se trata de un punto de mira vinculado a la religión. No es algo demasiado excepcional. Desde Max Weber hasta Emile Durkheim, pasando por su principal alumno Marcel Mauss, la sociología construyó sus categorías extrayendo la modernidad de los análisis de las religiones. Por eso Bataille decide acompañar la vida de Acéphale con un Colegio de Sociología, anunciado en el nø 4/5 de la revista, que se dedicaría ‘al estudio de la existencia social en todas sus manifestaciones en donde se haga presente la presencia activa de lo sagrado’.

Lo que generaba asperezas era la definición de lo sagrado. El paso por distintas militancias y la difícil recepción de sus escritos habían convencido a Bataille de que su pensamiento no podía ser tamizado por la discusión franca en la plaza pública. Se convenció, y trató de convencer a los demás, de que había que llevar a fondo la máxima nietzscheana de revelar la verdad a unos pocos cuya comprensión del mundo no sería sólo intelectual sino vivencial, en una suerte de ‘comunidad de afinidades electivas’. ‘Convertirse en otros de manera secreta’: esto es lo que el filósofo Jean-Michel Heimonet llamó ‘la criptopolítica’ de Acéphale.

Como la revista, la vida del Colegio de Sociología será breve, no sólo porque esas ‘afinidades electivas’ se formaban con la misma rapidez con que se disolvían, sino también por la llegada de los nazis a París en 1940. En las sesiones del Colegio, el escritor fascista Pierre Drieu de La Rochelle compartía asientos con Walter Benjamin, quien —huyendo de los nazis— dejó a Bataille sus últimos papeles antes de emprender el camino hacia la frontera franco-española, donde se suicidaría.

Tras imbuirse del espíritu de Acéphale, Benjamin espetó: ‘Ustedes trabajan para el fascismo’. El malentendido que rodeaba a Bataille seguía intacto. Y crecería aún más cuando en 1943, durante la ocupación de Francia, el mismo Jean-Paul Sartre lo acusa de ser ‘un nuevo místico’. Bataille le responde: ‘A usted no lo enloquece ni lo embriaga ningún movimiento’. Como en la declaración fundacional de Acéphale, se trata para él de rechazar con todas las fuerzas ‘pretender ser razonable e instruido’ y llevar ‘una vida sin atractivos’.

Ocurre que Bataille, y en menor medida Klossowski, veían en la política y la economía capitalista —fascista o no— la proyección de lo sagrado y el drama de la ‘muerte de Dios’ que no termina de comprobarse más que en la vida y obra de Nietzsche. La democracia como política y el capitalismo como economía buscan por todos los medios destruir lo sagrado, asociado no con las religiones establecidas, sino con los cultos de otras creencias; por ejemplo, los sacrificios aztecas.

‘El mundo de los civilizados’ expulsa lo trascendente para erigir la racionalidad como único criterio de vida, y se equivoca, no porque Bataille y Klossowski no estén de acuerdo, sino simplemente porque el movimiento de la humanidad es el de la energía, una energía cósmica que no puede ser ahogada en mandamientos de rectitud y mesura.

En los dos artículos de La critique sociale, Bataille había partido de esta base para afirmar que, en lo esencial, el fascismo es un movimiento original en la medida en que asume el carácter de lo sagrado en la política y que ‘gestiona’ la energía social interrumpida por el juego racional democrático. En Acéphale son frecuentes las críticas al movimiento antifascista que pretende escudarse en los ‘valores democráticos’. El fascismo es hijo de las democracias occidentales, pero no por las razones que se solían invocar desde la izquierda.

Si la argumentación se detuviera aquí, el ataque de Benjamin, el menosprecio de Sartre, la furia de Breton podrían tener asidero. Pero Bataille no da lugar a dudas, aun en su ambivalencia, acerca del carácter abominable del fascismo. Sorprendería la acusación de Benjamin en caso de que haya leído lo que el lector de Acéphale hoy podrá leer, porque los artículos más meticulosos de la revista, apiñados en el número 2, están enteramente dedicados a denostar al fascismo como el peor de los caminos: es ‘la gestión militar y religiosa’ de esa energía social. El fascismo reconduce el potencial de liberación en una idea torpe de lo sagrado, concentrada en la adoración al líder y consagrada a transformar a la sociedad en una maquinaria nihilista de muerte a través de la guerra.

Es cierto que en el último número de Acéphale, en ‘La amenaza de guerra’, se lee: ‘El combate es lo mismo que la vida. El valor de un hombre depende de su fuerza agresiva’. Es cierto que el último artículo de Bataille se llama ‘La práctica de la alegría frente a la muerte’. Pero no se trata de la glorificación fascista de la muerte. El fascismo es el manejo racional de lo irracional, una astucia que la democracia no podía exhibir en esos años de guerra y contra el cual no cabe, para Acéphale, balancearse hacia lo racional sino reivindicar aquella ‘otra parte’ para sacársela de las manos a los fascistas. Quizá la gramática simplificada de la lucha entre el fascismo y el antifascismo dificultaba la comprensión de este tipo de intervenciones. La ‘criptopolítica’ de Acéphale era inentendible para las trincheras ideológicas de la Europa de las guerras.

Bajo el signo de Nietzsche

En el marco del antifascismo no democrático de Acéphale se acomoda el extenso ejercicio de pensamiento y de vida alrededor de la figura de Nietzsche. Bataille muestra en toda la revista una obsesión particular por rescatar a Nietzsche de la utilización nazi-fascista. Klossowski, en cambio, mucho más allá de las urgencias teóricas de la hora, escribe verdaderas piezas de arte acerca de la vida del filósofo y sus resonancias con el pensamiento de Sade y de Kierkegaard. Despuntan allí no pocos hilos de lo que será su libro Nietzsche y el círculo vicioso, publicado en los 60.

Los demás (Monnerot, Caillois, Rollin) buscarán en Dioniso el nexo entre la filosofía nietzscheana y esa existencia sagrada soterrada en todas las épocas. Hay lugar también para una interpretación de Jean Wahl, cuyo pensamiento no es próximo al de Acéphale, y para reseñas de los libros de Karl Löwith y Karl Jaspers sobre Nietzsche.

Por sus temas, por las firmas, por la referencia a pensadores contemporáneos, Acéphale podría ser vista hoy como una revista de vanguardia en su época. Pero la potencia y densidad de sus escritos, la oscuridad y el exceso de sus palabras la hacen también atemporal. Como dice Martínez en el prólogo, hay en Acéphale ‘una rara cinética del espíritu capaz de oscilar entre lo sagrado arcaico y moderno para entrar en una espiral vertiginosa que eleva de un golpe la locura del exceso y el afán de gloria al rango de primer motor inconfesable’.

La aventura de Acéphale tuvo que esperar un tiempo para que aparecieran las voces que la destacaran. Quien habló más fuerte en este sentido fue Michel Foucault. Su «Prefacio a la transgresión», homenaje a Bataille en ocasión de su muerte, es una oportunidad para realzar en su figura lo que puede ser extensivo a la revista, la última de sus criaturas colectivas: la elevación del exceso, la transgresión, la tensión hacia los límites del lenguaje para expresar lo inexpresable, la experiencia. Más tarde, hace un homenaje a Klossowski, con la edición de La moneda viviente. En ambos casos, Foucault señaló una tríada de ‘pensadores malditos’: Bataille, Klossowski y Maurice Blanchot, quien no participó de Acéphale pero fue muchas veces el extremo del cono donde se desató el remolino de la revista.

Al reivindicarlos, al atacar luego a Sartre, Foucault quiso a la vez fijar un nuevo linaje del pensamiento contemporáneo que tuviera a Nietzsche como faro. Bataille mismo había escrito en Acéphale que, así como los nazis habían querido apropiarse de Nietzsche, el fascismo en general obedeció mucho más al movimiento del pensamiento de Hegel; una nueva provocación para el pensamiento de izquierda.

Como lo expresó Foucault, el desgarro de esa ‘comunidad de afinidades electivas’, menos cálida que desoladora, alcanzó la escritura. Los textos de Acéphale son espesos, difíciles de asir incluso en su lengua. Martínez escribe con pudor: ‘La traducción es otra forma de la hermenéutica; tanto más si los originales juegan al claroscuro de lo ambiguo’. Pero otros traductores se han quejado de tal dificultad. Fernando Savater lo hizo acerca de Sobre Nietzsche, de Bataille, y el argentino Axel Gasquet, de La moneda viviente. Los miembros de los que no querían tener cabeza, los que se consideraban prójimos de Nietzsche —y de Sade—, buscaron llegar con la escritura a las puertas de la locura que atravesó el pensador alemán. Y la lengua rechinó, del mismo modo en que los sujetos que la extremaban sucumbían a la experiencia de un rayo. Así como se constituyeron, se disolvieron. Se opusieron a una época en la que las oposiciones eran distintas a las que ellos planteaban. Y abrieron un camino difícil de divisar, pero fácil de intuir. Aún hoy.

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marzo 17, 2012 Posted by | posts interesantes | , | Deja un comentario

Georges Bataille – Biografía

  • Georges Bataille

     
     


    Firma de Georges Bataille

    Georges Bataille [ʒeɔʀʒbatɑ:j] (Billom10 de septiembre de 1897 – París9 de julio de 1962) fue un escritor, antropólogo y pensador francés, que rechazaba el calificativo de filósofo. También es conocido bajo los seudónimos Pierre AngéliqueLord Auch y Louis Trent.

    Vida y trabajo

    Su familia se estableció en Champagne en 1901, lo que le permitió al entonces niño comenzar sus estudios en Reims y luego en Epernay.

    Bataille quería ser sacerdote en sus inicios y asistió a un seminario católico, pero abandonó la fe cristiana en 1922. Frecuentemente se refiere a los burdeles de París como sus auténticas iglesias, una afirmación sorprendente pero acorde con sus planteamientos teóricos. Después trabajó como bibliotecario, lo que le dio cierta libertad para no tratar sus ideas como trabajo.

    Fundador de numerosas publicaciones y grupos de escritores, Bataille es autor de una obra abundante y diversa: lecturas, poemas, ensayos sobre numerosos temas (sobre el misticismo de la economía, poesíafilosofía, las artes, el erotismo). Algunas veces publicó con pseudónimos, y algunas de sus publicaciones fueron censuradas. Fue relativamente ignorado en su época, y desdeñado por contemporáneos suyos como Jean-Paul Sartre por su apoyo al misticismo, pero después de su muerte ha influido a filósofos postestructuralistas como Michel Foucault y Jacques Derrida, así como escritores como Philippe Sollers, todos ellos afiliados a la publicación Tel Quel. Más recientemente se observa su influencia en el trabajo de filósofos anglosajones notables como Crispin Sartwell.

    Bataille fue miembro, junto a Roger Caillois y otros, del influyente Colegio de Sociología de Francia entre la Primera y Segunda guerras mundiales. Sus influencias principales fueron HegelFreud,MarxMarcel Mauss, el Marqués de Sade y Friedrich Nietzsche. Al último lo defendió en un conocido ensayo contra su apropiación por los nazis.

    Fascinado por el sacrificio humano, fundó una sociedad secreta, Acéphale (sin cabeza), cuyo símbolo era un hombre decapitado, con el objetivo de poner en marcha una nueva religión, y planeaba sacrificar a uno de sus miembros como inauguración, creando un lazo imborrable de complicidad. Aunque varias personas se manifestaron dispuestas a dejarse matar, nadie estuvo dispuesto a cometer el asesinato. Bataille ofreció la tarea a Roger Caillois, pero éste se negó.

    Bataille tenía un inusual talento interdisciplinario, y usó diversas influencias y diversos modos de discurso para crear su trabajo. Su novela La historia del ojo, por ejemplo, publicada bajo el pseudónimo de Lord Auch (literalmente, Lord «a la mierda»), fue inicialmente leída como pura pornografía, pero la interpretación del trabajo maduró con el tiempo hasta revelar su considerable profundidad emocional y filosófica, características de otros escritores categorizados dentro de la «literatura de la transgresión». Las imágenes de la novela están construidas sobre una serie de metáforas que a su vez hacen referencia a conceptos filosóficos desarrollados en su trabajo: el ojo, el huevo, el sol, la tierra, el testículo.

    Bataille tuvo un gran papel en las revistas: Documents, (1929-1931); Acéphale, (1936-1939); Critique, fundada por él en 1946 (sigue hoy editada por Minuit).

    Entre los conceptos clave de Bataille citemos: Erotismo, Mercancías malditas, Potlatch, Gasto, Soberanía, Negatividad absoluta, Lo sagrado, Materia heterogénea, «Transgresión».

    Obras principales

    • Histoire de l’œil, 1928, bajo el pseudónimo de Lord Auch. Trad. Historia del ojo.
    • Madame Edwarda, 1937, bajo el pseudónimo de Pierre Angélique. Trad. ‘Madame Edwarda.
    • L’Expérience intérieure, 1943. Trad. La Experiencia Interior.
    • Le Coupable, 1943. Trad. El Culpable.
    • Le Petit, 1943, con el pseudónimo de Louis Trente.
    • La Part maudite (), 1949. Trad. La Parte maldita
    • L’Abbé C., 1950.
    • La Peinture préhistorique. Lascaux ou la naissance de l’art, 1955
    • La Littérature et le Mal, 1957. Trad. La Literatura y el Mal.
    • L’Érotisme, 1957. El erotismo.
    • Le Bleu du ciel, 1957 (escrito en 1935). El azul del cielo, Editorial Ayuso.
    • Les Larmes d’Éros , 1961. (Las Lágrimas de Eros.
    • Ma Mère , 1966 (póstumo e inacabado). Mi Madre
    • L’Impossible, 1962 (ya en 1947 como La haine de la poésie)
    • Œuvres complètes, París, Gallimard, XII vols, 1970-1988. Con un prefacio de M. Foucault, donde señala que es acaso el más importante escritor del siglo XX.
    • Romans et récits. París, Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», 2004. Ed. dirigida por Jean-François Louette.

marzo 17, 2012 Posted by | Biografías | | Deja un comentario

Deseo y transgresión: El Erotismo de Georges Bataille

Urzainki – Deseo y transgresión, el erotismo de G bataille

marzo 17, 2012 Posted by | textos, Textos trabajados en clase | | Deja un comentario