La nave de los locos

Una dulce introducción al caos

VERDAD Y PODER. Michel Foucault

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http://www.ram-wan.net/restrepo/poder/verdad%20y%20poder.pdf

diciembre 30, 2011 Posted by | textos | | Deja un comentario

Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Friedrich Nietzsche

1

En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables

sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el

conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de

cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los

animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante

pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco,

cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la

naturaleza.

Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá

sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca

más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma

tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos

comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire

poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la

naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel

poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que

cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el

filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo

tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.

Es digno de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo, sólo ha sido

añadido precisamente como un recurso de los seres más infelices, delicados y efímeros,

para conservarlos un minuto en la existencia, de la cual, por el contrario, sin ese aditamento

tendrían toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el hijo de Lessing. Ese

orgullo, ligado al conocimiento y a la sensación, niebla cegadora colocada sobre los ojos y

los sentidos de los hombres, los hace engañarse sobre el valor de la existencia, puesto que

aquél proporciona la más aduladora valoración sobre el conocimiento mismo. Su efecto

más general es el engaño —pero también los efectos más particulares llevan consigo algo

del mismo carácter—.

El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas

principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual sobreviven los individuos

débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha

por la existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres

alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el

fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el

convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una

palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y

ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre

los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente

sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de

las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que

se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además,

durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su

sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres

que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el

hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez,

como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la

mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las

circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las

complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia

soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar

fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el

hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la

indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un

tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la

verdad?

En un estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se quiere mantener

frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente

para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por la necesidad como por hastío, desea

existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con este,

procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra

omnes. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la

consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo

que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha inventado una designación de las

cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona

también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste

entre verdad y mentira. El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para

hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación

correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones consolidadas

haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los nombres. Si hace esto de

manera interesada y que además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él

y, por este motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser

engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan

en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de

embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado:

ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es

indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades

susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y, además, ¿qué sucede con esas

convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del conocimiento, del sentido de la

verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada

de todas las realidades?

Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en

posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de señalar. Si no se contenta con la

verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará

continuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de

un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una

causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de

razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la

génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también respecto a las

designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como

si además captásemos lo “duro” de otra manera y no solamente como una excitación

completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como

masculino y la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura

volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación

cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuírsele también al gusano.

¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces

de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes lenguajes, comparados

unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una

expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí”

(esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es

deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de

las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces.

¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La

imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto

total desde una esfera a otra completamente distinta. Se podría pensar en un hombre que

fuese completamente sordo y jamás hubiera tenido ninguna sensación sonora ni musical;

del mismo modo que un hombre de estas características se queda atónito ante las figuras

acústicas de Chladni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda y jurará

entonces que, en adelante, no se puede ignorar lo que los hombres llaman “sonido”, así nos

sucede a todos nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando

hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que

metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del

mismo modo que el sonido configurado en la arena, la enigmática x de la cosa en sí se

presenta en principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como

sonido. Por tanto, en cualquier caso, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y

todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad,

el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las

cosas.

Pero pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda palabra se

convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la

experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo,

como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por

así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con

casos puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales.

Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el

concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias

individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la

representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la

“hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido

tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes,

que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo.

Decimos que un hombre es “honesto”. ¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?,

preguntamos. Nuestra respuesta suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad!

Esto significa a su vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no sabemos nada en

absoluto de una cualidad esencial, denominada “honestidad”, pero sí de una serie numerosa

de acciones individuales, por lo tanto desemejantes, que igualamos olvidando las

desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final formulamos a

partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de “honestidad”.

La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que

también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni

conceptos, así como tampoco ningún tipo de géneros, sino solamente una x que es para

nosotros inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre individuo y

especie es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando tampoco nos

aventuramos a decir que no le corresponde: en efecto, sería una afirmación dogmática y, en

cuanto tal, tan demostrable como su contraria.

¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias,

antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido

realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un

prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son

ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin

fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas

como monedas, sino como metal.

No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora

solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir:

ser veraz, es decir, utilizar las metáforas usuales; por tanto, solamente hemos prestado

atención, dicho en términos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con una

convención firme, mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo vinculante para todos.

Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta; por tanto, miente de la manera

señalada inconscientemente y en virtud de hábitos seculares —y precisamente en virtud de

esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la

verdad—. A partir del sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como “roja”,

otra como “fría” y una tercera como “muda”, se despierta un movimiento moral hacia la

verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo

excluye, el hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso de la

verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las

abstracciones; ya no tolera más el ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las

intuiciones; generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más

descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción.

Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de

volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una

figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría

conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por

castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y

delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones

intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por

tanto, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es

individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda

clasificación, el gran edificio de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un

columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad peculiares de la

matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa frialdad, se resiste a creer que también

el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea más que el residuo

de una metáfora, y que la ilusión de la extrapolación artística de un impulso nervioso en

imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien,

dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina “verdad” al uso de cada dado

según su designación; contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones correctas y

no violar en ningún caso el orden de las castas ni la sucesión jerárquica. Así como los

romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban

en ese espacio así delimitado, como en un templum, a un dios, cada pueblo tiene sobre él un

cielo conceptual semejante matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende

por mor de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia

esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a

levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una

catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales

cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, suficientemente liviano

para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante

cualquier soplo de viento. Como genio de la arquitectura el hombre se eleva muy por

encima de la abeja: ésta construye con la cera que recoge de la naturaleza; aquél, con la

materia bastante más delicada de los conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar

por sí mismo. Aquí él es acreedor de admiración profunda —pero no ciertamente por su

inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las cosas—. Si alguien esconde una cosa

detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra,

no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo,

esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la “verdad” dentro del recinto de

la razón.

Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de haber examinado un

camello, declaro: “he aquí un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz

una nueva verdad, pero es de valor limitado; quiero decir; es antropomórfica de cabo a rabo

y no contiene un solo punto que sea “verdadero en sí”, real y universal, prescindiendo de

los hombres. El que busca tales verdades en el fondo solamente busca la metamorfosis del

mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada

y consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo

que el astrólogo considera a las estrellas al servicio de los hombres y en conexión con su

felicidad y con su desgracia, así también un investigador tal considera que el mundo en su

totalidad está ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido

original, el hombre; como la imagen multiplicada de un arquetipo, el hombre. Su

procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas; pero entonces

parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera inmediata, como objetos

puros. Por tanto, olvida que las metáforas intuitivas originales no son más que metáforas y

las toma por las cosas mismas.

Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el

endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa

de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la

invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en

resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto

y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y

consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa

creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su “conciencia de sí mismo”. Le

cuesta trabajo reconocer ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo

completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones

del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir sobre ello

tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de

la que no se dispone. Pero, por lo demás, la “percepción correcta” —es decir, la expresión

adecuada de un objeto en el sujeto— me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto

que entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay

ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, una conducta

estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbuciente a un lenguaje

completamente extraño, para lo que, en todo caso, se necesita una esfera intermedia y una

fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar. La palabra “fenómeno” encierra

muchas seducciones, por lo que, en lo posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que

la esencia de las cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor que careciese de

manos y quisiera expresar por medio del canto el cuadro que ha concebido, revelará

siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia de las cosas que en el

mundo empírico. La misma relación de un impulso nervioso con la imagen producida no es,

en sí, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido millones de veces y se ha

transmitido hereditariamente a través de muchas generaciones de hombres, apareciendo

finalmente en toda la humanidad como consecuencia cada vez del mismo motivo, acaba por

llegar a tener para el hombre el mismo significado que si fuese la única imagen necesaria,

como si la relación del impulso nervioso original con la imagen producida fuese una

relación de causalidad estricta; del mismo modo que un sueño eternamente repetido sería

percibido y juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la

petrificación de una metáfora no garantizan para nada en absoluto la necesidad y la

legitimación exclusiva de esta metáfora.

Sin duda, todo hombre que esté familiarizado con tales consideraciones ha sentido una

profunda desconfianza hacia todo idealismo de este tipo, cada vez que se ha convencido

con la claridad necesaria de la consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de la

naturaleza; y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en las alturas del mundo

telescópico y en los abismos del mundo microscópico, todo es tan seguro, tan elaborado,

tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas; la ciencia cavará eternamente con éxito en

estos pozos, y todo lo que encuentre habrá de concordar entre sí y no se contradirá. Qué

poco se asemeja esto a un producto de la imaginación; si lo fuese, tendría que quedar al

descubierto en alguna parte de la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo

pronto que, si cada uno de nosotros tuviese una percepción sensorial diferente, podríamos

percibir unas veces como pájaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si alguno de

nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como azul e incluso un tercero lo

percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría de tal regularidad de la naturaleza, sino

que solamente se la concebiría como una creación altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es,

en suma, para nosotros una ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente

por sus efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez,

sólo nos son conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas esas relaciones

no hacen más que remitir continuamente unas a otras y nos resultan completamente

incomprensibles en su esencia; en realidad sólo conocemos de ellas lo que nosotros

aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto las relaciones de sucesión y los números. Pero

todo lo maravilloso, lo que precisamente nos asombra de las leyes de la naturaleza, lo que

reclama nuestra explicación y lo que podría introducir en nosotros la desconfianza respecto

al idealismo, reside única y exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad de

las representaciones del espacio y del tiempo. Sin embargo, esas nociones las producimos

en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad que la araña teje su tela; si

estamos obligados a concebir todas las cosas solamente bajo esas formas, entonces no es

ninguna maravilla el que, a decir verdad, sólo captemos en todas las cosas precisamente

esas formas, puesto que todas ellas deben llevar consigo las leyes del número, y el número

es precisamente lo más asombroso de las cosas. Toda la regularidad de las órbitas de los

astros y de los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en el

fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas, de modo que, con

esto, nos infundimos respeto a nosotros mismos. En efecto, de aquí resulta que esta

producción artística de metáforas con la que comienza en nosotros toda percepción, supone

ya esas formas y, por tanto, se realizará en ellas; sólo por la sólida persistencia de esas

formas primigenias resulta posible explicar el que más tarde haya podido construirse sobre

las metáforas mismas el edificio de los conceptos. Este edificio es, efectivamente, una

imitación, sobre la base de las metáforas, de las relaciones de espacio, tiempo y número.

2

Como hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el

lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja construye las celdas y, simultáneamente,

las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran

columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones; construye sin cesar nuevas y

más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza

en llenar ese colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él

todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre de acción ata

su vida a la razón y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a sí mismo, el

investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para que pueda servirle de

ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese baluarte ya existente. De hecho necesita

protección, puesto que existen fuerzas terribles que constantemente le amenazan y que

oponen a la verdad científica “verdades” de un tipo completamente diferente con las más

diversas etiquetas.

Ese impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso fundamental del hombre del

que no se puede prescindir ni un solo instante, pues si así se hiciese se prescindiría del

hombre mismo, no queda en verdad sujeto y apenas si domado por el hecho de que con sus

evanescentes productos, los conceptos, resulta construido un nuevo mundo regular y rígido

que le sirve de fortaleza. Busca un nuevo campo para su actividad y otro cauce y lo

encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. Confunde sin cesar las rúbricas y las celdas de

los conceptos introduciendo de esta manera nuevas extrapolaciones, metáforas y

metonimias; continuamente muestra el afán de configurar el mundo existente del hombre

despierto, haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan inconexo, tan

encantador y eternamente nuevo, como lo es el mundo de los sueños. En sí, ciertamente, el

hombre despierto solamente adquiere conciencia de que está despierto por medio del rígido

y regular tejido de los conceptos y, justamente por eso, cuando en alguna ocasión un tejido

de conceptos es desgarrado de repente por el arte llega a creer que sueña. Tenía razón

Pascal cuando afirmaba que, si todas las noches nos sobreviniese el mismo sueño, nos

ocuparíamos tanto de él como de las cosas que vemos cada día: “Si un artesano estuviese

seguro de que sueña cada noche, durante doce horas completas, que es rey, creo —dice

Pascal— que sería tan dichoso como un rey que soñase todas las noches durante doce horas

que es artesano”. La diurna vigilia de un pueblo míticamente excitado, como el de los

antiguos griegos, es, de hecho, merced al milagro que se opera de continuo, tal y como el

mito supone, más parecida al sueño que a la vigilia del pensador científicamente

desilusionado. Si cada árbol puede hablar como una ninfa, o si un dios, bajo la apariencia

de un toro, puede raptar doncellas, si de pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en

compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso tiro —y esto el

honrado ateniense lo creía—, entonces, en cada momento, como en sueños, todo es posible

y la naturaleza entera revolotea alrededor del hombre como si solamente se tratase de una

mascarada de los dioses, para quienes no constituiría más que una broma el engañar a los

hombres bajo todas las figuras. Pero el hombre mismo tiene una invencible inclinación a

dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos

épicos como si fuesen verdades, o cuando en una obra de teatro el cómico, haciendo el

papel de rey, actúa más regiamente que un rey en la realidad. El intelecto, ese maestro del

fingir, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo como puede

engañar sin causar daño, y en esos momentos celebra sus Saturnales. Jamás es tan

exuberante, tan rico, tan soberbio, tan ágil y tan audaz: poseído de placer creador, arroja las

metáforas sin orden alguno y remueve los mojones de las abstracciones de tal manera que,

por ejemplo, designa el río como el camino en movimiento que lleva al hombre allí donde

habitualmente va.

Ahora ha arrojado de sí el signo de la servidumbre; mientras que antes se esforzaba con

triste solicitud en mostrar el camino y las herramientas a un pobre individuo que ansía la

existencia y se lanza, como un siervo, en buscar de presa y botín para su señor, ahora se ha

convertido en señor y puede borrar de su semblante la expresión de indigencia. Todo lo que

él hace ahora conlleva, en comparación con sus acciones anteriores, el fingimiento, lo

mismo que las anteriores conllevaban la distorsión. Copia la vida del hombre, pero la toma

como una cosa buena y parece darse por satisfecho con ella. Ese enorme entramado y

andamiaje de los conceptos al que de por vida se aferra el hombre indigente para salvarse,

es solamente un armazón para el intelecto liberado y un juguete para sus más audaces obras

de arte y, cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar

irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín, pone de manifiesto que no

necesita de aquellos recursos de la indigencia y que ahora no se guía por conceptos, sino

por intuiciones. No existe ningún camino regular que conduzca desde esas intuiciones a la

región de los esquemas espectrales, las abstracciones; la palabra no está hecha para ellas, el

hombre enmudece al verlas o habla en metáforas rigurosamente prohibidas o mediante

concatenaciones conceptuales jamás oídas, para corresponder de un modo creador, aunque

sólo sea mediante la destrucción y el escarnio de los antiguos límites conceptuales, a la

impresión de la poderosa intuición actual.

Hay períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el uno

angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional el último

como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las

necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y regularidad; aquél sin ver,

como “héroe desbordante de alegría”, esas necesidades y tomando como real solamente la

vida disfrazada de apariencia y belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como en la Grecia

antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su adversario, puede, si

las circunstancias son favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte

sobre la vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las intuiciones

metafóricas y, en suma, esa inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de

una vida de esa especie.

Ni la casa, ni el paso, ni la indumentaria, ni la tinaja de barro descubren que ha sido la

necesidad la que los ha concebido: parece como si en todos ellos hubiera de expresarse una

felicidad sublime y una serenidad olímpica y, en cierto modo, un juego con la seriedad.

Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones solamente conjura la

desgracia mediante ellas, sin extraer de las abstracciones mismas algún tipo de felicidad;

mientras que aspira a liberarse de los dolores lo más posible, el hombre intuitivo,

aposentado en medio de una cultura, consigue ya, gracias a sus intuiciones, además de

conjurar los males, un flujo constante de claridad, animación y liberación. Es cierto que

sufre con más vehemencia cuando sufre; incluso sufre más a menudo porque no sabe

aprender de la experiencia y tropieza una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha

tropezado anteriormente. Es tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad, se

desgañita y no encuentra consuelo.

¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias, instruido

por la experiencia y autocontrolado a través de los conceptos! Él, que sólo busca

habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños y protegerse de las

incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél, en la felicidad, la

obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino

una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera

su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha

caminando lentamente bajo la tormenta.

diciembre 30, 2011 Posted by | textos | | Deja un comentario

El problema de la verdad, teorías.



Teorías Epistemológicas de la Verdad en el Siglo XX

A principios del siglo XX se perfilaban nítidamente tres corrientes básicas acerca de un tema filosófico fundamental: la verdad. Tales corrientes eran las que siguen: en primer lugar la teoría de la correspondencia, mantenida por el neotomismo, el marxismo y el empirismo (Russell); en segundo lugar, la teoría de la coherencia, defendida por los neohegelianos, en especial por Bradley; finalmente, en tercer lugar, empezaba a afianzarse la nueva teoría pragmatista de la verdad, propuesta sobre todo por filósofos norteamericanos como Peirce y William James.

Pero en el transcurso de dicho siglo, estas tres teorías de la verdad se reformularon de modos muy originales. En efecto, en la década de 1930, la teoría de la correspondencia proporcionó una visión inédita en la llamada «concepción semántica de la verdad»(Tarski). Más o menos por la misma fecha, el positivismo lógico, sobre todo por las investigaciones de Hempel, revitalizó la teoría de la coherencia; ésta alcanzó formulaciones muy maduras en la década del 80, en virtud de los trabajos de Nicholas Rescher y Lorenz Puntel. La teoría de la eficacia, esto es, la sostenida por los distintos pragmatismos, también por la década del 1980, alcanzó en filósofos ingleses (Susan Haack), alemanes (Apel y Habermas) y norteamericanos (Rorty) desarrollos que llaman poderosamente la atención.

Sin embargo, en virtud de dos de los más notables filósofos del siglo: Bertrand Russell y Karl Popper, la teoría de la verdad dejó de tener interés sólo para el ámbito de la filosofía en la medida que -como estos autores pusieron de relieve- la ciencia pretende, con justa razón, saber si sus enunciados, esto es sus diversos tipos de leyes y sus predicciones, alcanzan un cierto grado de probabilidad y evidencia. Pero como la tendencia de la época actual (en contraposición con el proyecto unificador del positivismo lógico) es encontrar diversidad epistemológica y metodológica entre las distintas ciencias, hoy se habla casi naturalmente sobre la verdad lógico-matemática, sobre la verdad en la ciencia natural y sobre la verdad en las denominadas ciencias sociales. ¿Existe acaso la posibilidad de que alguna de las teorías mencionadas arriba (correspondencia, coherencia, eficacia) pueda dar una solución unitaria a la cuestión de la verdad científica como tal? Justamente, el propósito de esta investigación que hoy proponemos es indagar, o bien acerca de la necesidad de manejarnos con varias teorías de la verdad en la ciencia, o, por el contrario, indagar sobre la posibilidad de que una teoría (por ejemplo la de la correspondencia) pueda dar una respuesta satisfactoria al espectro plural del conocimiento científico.

Teoría correspondentista de la verdad

La teoría correspondentista de la verdad, o teoría de la verdad como correspondencia, establece que la verdad o falsedad de una proposición está determinada únicamente por la forma en que se relaciona con el mundo, y si describe con exactitud (i.e., si corresponde con) el mundo. La teoría se originó a principios del siglo XX como reacción a la teoría coherentista de la verdad que sostiene que la verdad o falsedad de una proposición está determinada por su relación con otras proposiciones en lugar de su relación con el mundo.

Las teoría de la correspondencia afirman que las creencias y las proposiciones verdaderas corresponden al estado de asuntos actual. Este tipo de teorías intenta establecer una relación entre los pensamientos o las proposiciones por un lado, y las cosas o los hechos por el otro. Es un modelo tradicional que se remonta por lo menos a algunos de los filósofos griegos clásicos, tales como Sócrates, Platón y Aristóteles.1 Esta clase de teorías sostienen que la verdad o la falsedad de una representación está determinada únicamente por la forma en que se relaciona; esto es, si describe esa realidad con exactitud.

Variedades de las teorías de la correspondencia

Correspondencia como congruencia

Bertrand Russel teorizó que para que una proposición sea verdadera debe poseer una isomorfismo estructural con el estado de los asuntos en el mundo, lo cual la hace verdadera. Por ejemplo, «El gato está sobre la alfombra» es verdadera si y solo si hay en el mundo un gato y una alfombra y el gato está relacionado con la alfombra en virtud de estar sobre ella. Si falta cualquiera de las tres partes (el gato, la alfombra y la relación entre ellos la cual corresponde respectivamente al sujeto, el objeto y el verbo de la proposición) la proposición es falsa.2

Correspondencia como correlación

J. L. Austin teorizó que no hace falta que exista un paralelismo estructural entre una proposición verdadera y el estado de asuntos que la hace verdadera. Únicamente es necesario que la semántica del lenguaje en la cual está expresada la proposición es tal que correlacione totalmente la proposición con el estado de asuntos. Para Austin una proposición falsa es aquella que está correlacionada por el lenguaje con un estado de asuntos que no existe.3

Relación con la ontología

Históricamente la mayor parte de los defensores de la correspondencia han sido realistas ontológicos; esto es, creen en la exsitencia de un mundo externo a la mente de los hombres, dioses, u otras reales o supuestas entidades pensantes. Esto contrasta con el idealismo metafísico, el cual sostiene que todo lo que existe es al final de cuentas simplemente una idea en una mente. Sin embargo, no es estrictamente necesario que una teoría de la correspondencia esté ligada al realismo ontológico. Por ejemplo, es posible sostener que los hechos del mundo determinan qué proposiciones son verdaderas y sostener asimismo que el mundo (y sus hechos) no son sino una colección de ideas en la mente de algún ser supremo.4

Referencias

J. L. Austin (1970), Philosophical Papers, Oxford University Press, Oxford.

Kirkham, Richard L. (1992), Theories of Truth: A Critical Introduction, MIT Press, Cambridge, MA.

Bertrand Russell (1912), The Problems of Philosophy, Oxford University Press, Oxford.

Teoría coherentista de la verdad

La teoría coherentista de la verdad, o teoría de la verdad como coherencia, es una teoría de la verdad que sostiene que la verdad sólo es la coherencia con un conjunto determinado de proposiciones o creencias.

Rasgos generales

Un principio dominante de estas concepciones es que la verdad es sobre todo una propiedad de sistemas de proposiciones y que sólo pueden atribuirse a proposiciones individuales derivativamente de acuerdo con su coherencia con el conjunto. Los teorizadores difieren principalmente en si la coherencia da lugar a muchos sistemas verdaderos posibles o si sólo hay un sistema verdadero. Por lo tanto, en general la verdad requiere la adecuación de los elementos en el sistema completo. Muy a menudo, sin embargo, se considera que la coherencia implica algo más que la simple consistencia lógica. Así, se considera que la completitud y la inteligibilidad de los conceptos son dos factores críticos a la hora de juzgar su utilidad y validez.

De acuerdo con A. Cornelius Benjamin, la teoría de la verdad como coherencia es la «teoría del conocimiento que mantiene que la verdad es una propiedad aplicable a cualquier cuerpo extensivo de proposiciones consistentes y aplicable por derivación a cualquier proposición de un sistema tal por virtud de ser parte del sistema.»1 Ideas como esta forman parte de la perspectiva filosófica conocida como holismo teorético.2

Sin embargo, las teorías coherentistas de la verdad no consideran que la coherencia y la consistencia sean meramente factores importantes de un sistema, sino que estas propiedades deben de ser suficientes para su verdad.

Según otra versión de la teoría coherentista, abanderada especialmente por Harold Henry Joachim, la verdad es una coherencia semántica que involucra algo más que la consistencia lógica. Con este punto de vista, una proposición es verdadera hasta el extenso de que es un constituyente necesario de un todo sistemáticamente coherente. Otros miembros de esta corriente de pensamiento, como Brand Blanshard sostienen que este todo debe ser tan interdependiente que todo elemento en él necesita, e incluso implica, cualquier otro elemento. Los exponentes de este punto de vista infieren que la verdad más completa es una propiedad que sólo puede tener un único sistema coherente, llamado el absoluto, y que las proposiciones y sistemas humanamente cogniscibles tienen un grado de verdad proporcional a cuánto se aproximan a este ideal.3

Las teorías de la coherencia distinguen el pensamiento de los filósofos racionalistas continentales, especialmente Spinoza, Leibniz y Hegel junto con el filósofo británico Francis Herbert Bradley.4 Estas teorías se han revitalizado gracias a algunos partidarios del positivismo lógico, notablemente Otto Neurath y Carl Hempel.

Objeciones

Una conocida objeción a la teoría coherentista es la que formuló Bertrand Russell: dado que tanto una creencia como su negación guardarán coherencia con al menos un conjunto de creencias, creencias contradictorias pueden ser juzgadas ciertas de acuerdo con la teoría coherentista. Pero dado que ambas no pueden ser verdaderas al mismo tiempo (por ser contradictorias), se sigue que la teoría no puede ser válida.

La mayoría de los teóricos de la coherencia no analizan todas las creencias posibles, sino sólo aquellas que las personas realmente sostienen. En este caso, el problema principal de la teoría de la coherencia de la verdad es cómo especificar este conjunto particular, dado que la verdad de las creencias que realmente se tienen sólo puede determinarse por medio de la coherencia.

Notas y referencias

↑ Benjamin 1962

↑ Quine y Ullian 1978

↑ Baylis 1962

↑ Encyclopedia of Philosophy, Vol. 2, «Coherence Theory of Truth», Alan R. White, p. 130

 Teoría pragmática de la verdad

Es la posición defendida por William James (1842-1910) utilizando como criterio de verdad la utilidad. Aunque se parte de la teoría de la adecuación la interpreta añadiéndole una dimensión práctica al entender el concepto de adecuación como adaptación: un enunciado es verdadero si funciona como un instrumento útil y eficaz para resolver problemas o para satisfacer necesidades.

Esta teoria se aplica a las ciencias humanas. Se identifica con la utilidad si el conocimiento es util y verdadero. Un conocimiento es util si sirve para resolver los problemas especificios de los seres humanos -el conocimiento siempre tiene una funcion practica, un conocimiento es verdadero si se aplica satisfactoriamente a la realidad si nos permite actuar con exito y es falso si no es aplicable satisfactoriamente a la realidad, si su aplicacion nos conduce al fracaso. -la utilidad se manifiesta con el exito de la experiencia la utilidad esta aplicada a las ciencias experimentales en las que hay coincidencia con la hipotesis y la experiencia y por tanto esta ligado a la adecuacion.

diciembre 28, 2011 Posted by | Textos trabajados en clase | Deja un comentario

Link para descargar: LUCIO APULEYO – La Metamorfosis O El Asno De Oro [Latín-Español]

http://es.scribd.com/doc/21537759/LUCIO-APULEYO-La-Metamorfosis-O-El-Asno-De-Oro-Latin-Espanol

diciembre 14, 2011 Posted by | posts interesantes, textos | Deja un comentario

Eros y Psyche

La obra de Apuleyo “El asno de oro” fue escrita a finales del siglo II d.C., durante una época de gran crisis social, cultural y económica en las provincias del Imperio Romano, resultado precisamente de estas olas y contraolas de la romanización.

El autor, nace en una de dichas provincias del norte de África, en la ciudad de Madaura. Consolida su educación a lo largo de un recorrido formativo que empieza en Grecia, sigue en Roma y termina en Alejandría, para finalmente regresar a su ciudad natal. Cabe destacar la importancia que adquirirán los periodos transcurridos en el primero y en el último de estos tres centros de cultura de la época, por lo que supondrán en la formación de su personalidad, el conocimiento de la filosofía neoplatónica y las artes, pero sobretodo por la iniciación en la mayoría de los ritos religiosos orientales así como en todo tipo de rituales de magia.

Podemos distinguir pues entre un primer periodo de juventud marcado por la inquietud de saber, y un periodo de madurez durante el cual consigue un mayor asentamiento de los conocimientos y difunde las conclusiones a las que va llegando. El último dato que se tiene de él, es que en el año 170 d.C. escribió la obra que nos ocupa.

La obra: “La metamorfosis” o “El asno de oro”

La obra consta de una estructura muy particular dividida en once libros o capítulos. Se trata de una serie de cuentos hilvanados mediante diferentes recursos, que sin embargo consigue un efecto de unidad tanto de narración como argumental.

El hilo conductor que confiere unidad a la obra, lo lleva la historia de Lucio, el personaje principal. Lucio, es un joven apuesto de buena familia que va en viaje de negocios por su país, y que vivirá, durante una primera parte del libro, una serie de agradables experiencias llenas de sensualidad, rodeado de un ambiente selecto y dado a los tranquilos placeres que éste le ofrece. Sin embargo, todo dará un giro repentino debido a la afición de nuestro personaje a la magia, que le lleva a terminar convertido en asno debido a un error que comente en una de estas prácticas, mediante la cual pretendía convertirse en ave. A partir de aquí empiezan una serie de desgraciadas aventuras para el pobre Lucio, hasta que concluye la obra, con la transformación de nuestro personaje principal en hombre gracias a la ayuda de los dioses, y su conversión posterior a la vida espiritual y de entrega al culto.

Eros y Psique

Integrada entre todas estas aventuras del citado protagonista, hallaremos la historia que nos ocupa hoy, y que da comienzo a mitad del Libro IV y finaliza casi terminado el Libro VI.

Encontramos al pobre Lucio-asno al servicio de una banda de crueles ladrones y secuestradores, que tienen en su poder a una joven de rica familia a la cual raptan en mitad de las nupcias con su amado. En su desconsuelo, la joven cuenta su desgracia a la vieja cocinera de los ladrones, y ésta conmovida por tantos lamentos, la intenta calmar contándole precisamente la historia de Eros y Psique

En una ciudad de Grecia había un rey y una reina que tenían tres hijas. Las dos primeras eran hermosas. Para ensalzar la belleza de la tercera, llamada Psique, no es posible hallar palabras en el lenguaje humano. Tan hermosa era que sus conciudadanos, y un buen número de extranjeros, acudían a admirarla. Incluso dieron en compararla a la propia Venus, y no advirtieron que, al descuidar los ritos debidos a esta diosa, tal vez estaban atrayendo sobre la bella y bondadosa joven un destino funesto. Venus, la diosa que está en el origen de todos los seres, herida en su orgullo, encargó a su hijo Eros: «Haz que Psique se inflame de amor por el más horrendo de los monstruos» y, dicho esto, se sumergió en el mar con su cortejo de nereides y delfines.

Psique, con el correr del tiempo, fue conociendo el precio amargo de su hermosura. Sus hermanas mayores se habían casado ya, pero nadie se había atrevido a pedir su mano: al fin y al cabo, la admiración es vecina del temor… Sus padres consultaron entonces al oráculo: «A lo más alto contestó la llevarás del monte, donde la desposará un ser ante el que tiembla el mismo Júpiter». El corazón de los reyes se heló, y donde antes hubo loas, todo fueron lágrimas por la suerte fatal de la bella Psique. Ella, sin embargo, avanzó decidida al encuentro de la desdicha.

Sobre un lecho de roca quedó muerta de miedo Psique, en lo alto del monte, mientras el fúnebre cortejo nupcial se retiraba. En estas que se levantó un viento, se la llevó en volandas y la depositó suavemente en un pradera cuajada en flor. Tras el estupor inicial Psique se adormeció. Al despertar, la joven vio junto al prado una fuente, y más allá un palacio. Entró en él y quedó asombrada por la factura del edificio y sus estancias; su asombro creció cuando unas voces angélicas la invitaron a comer de espléndidos platos y a acostarse en un lecho. Cayó entonces la noche, y en la oscuridad sintió Psique un rumor. Pronto supo que su secreto marido se había deslizado junto a ella. La hizo suya, y partió antes del amanecer.

Pasaron los días por la soledad de Psique, y con ellos sus noches de placer. En una ocasión su desconocido marido le advirtió: «Psique, tus hermanas querrán perderte y acabar con nuestra dicha». «Mas añoro mucho su compañía dijo ella entre sollozos. Te amo apasionadamente, pero querría ver de nuevo a los de mi sangre». «Sea «, contestó el marido, y al amanecer se escurrrió una vez más de entre sus brazos. De día aparecieron junto a palacio sus hermanas y le preguntaron, envidiosas, quién era su rico marido. Ella titubeó, dijo que un apuesto joven que ese día andaba de caza y, para callar su curiosidad, las colmó de joyas. Poco antes de que anocheciera, Psique tranquilizó a sus hermanas y las despidió hasta otra ocasión.

Con el tiempo, y como no podía ser de otra forma, Psique quedó encinta. Pidió entonces a su marido que hiciera llegar a sus hermanas de nuevo, ya que quería compartir con ellas su alegría. Él rezongó pero, tras cruzar parecidas razones, acabó accediendo. Al día siguiente llegaron junto a palacio sus hermanas. Felicitaron a Psique, la llenaron de besos y de nuevo le preguntaron por su marido. «Está de viaje, es un rico mercader, y a pesar de su avanzada edad…» Psique se sonrojó, bajó la cabeza y acabó reconociendo lo poco que conocía de él, aparte de la dulzura de su voz y la humedad de sus besos… «Tiene que ser un monstruo «, dijeron ellas, aparentemente horrorizadas, «la serpiente de la que nos han hablado. Has de hacer, Psique, lo que te digamos o acabará por devorarte». Y la ingenua Psique asintió.

Cuando esté dormido, dijeron las hermanas, coge una lámpara y este cuchillo y córtale la cabeza». Enseguida partieron, y dejaron sumida a Psique en un mar de turbaciones. Pero cayó la noche, llegó con ella el amor que acostumbraba y, tras el amor, el sueño. La curiosidad y el miedo tiraban de Psique, que se revolvía entre las sábanas. Decidida a enfrentar al destino, sacó por fin de bajo la cama el cuchillo y una lámpara de aceite. La encendió y la acercó despacio al rostro de su amor dormido. Era… el propio dios Cupido, joven y esplendoroso: unos mechones dorados acariciaban sus mejillas, en el suelo el carcaj con sus flechas. La propia lámpara se avivó de admiración; la lámpara, sí, y una gota encendida de su aceite cayó sobre el hombro del dios, que despertó sobresaltado.

Al ver traicionada su confianza, Cupido se arrancó de los brazos de su amada y se alejó mudo y pesaroso. En la distancia se volvió y dijo a Psique: «Llora, sí. Yo desobedecí a mi madre Venus desposándote. Me ordenó que te venciera de amor por el más miserable de los hombres, y aquí me ves. No pude yo resistirme a tu hermosura. Y te amé… Que te amé, tú lo sabes. Ahora el castigo a tu traición será perderme». Y dicho esto se fue. Quedó Psique desolada y se dedicó a vagar por el mundo buscando recuperar, inútilmente, el favor de los dioses: la cólera de Venus la perseguía. La diosa finalmente dio con ella, menospreció el embarazo de la joven, le dio unos cuantos sopapos y la encerró con sus sirvientas Soledad y Tristeza.

El caso es que Venus decició someter a Psique a varias pruebas, convencida de que no podría superarlas; mas acudieron en ayuda de la joven las compasivas hormigas, las cañas de los ríos y las aves del cielo. La última prueba, en cambio, fue la más terrible: Psique bajó a los infiernos en busca de una cajita que contenía hermosura divina. En el camino de regreso, sin embargo, quiso ella misma ponerse un poco y, al abrir la caja, un sueño insoportable se abatió sobre ella. Y habría muerto, de no ser porque Cupido, su loco enamorado, acudió a despertarla: «Lleva rápidamente la cajita a mi madre, que yo intentaré arreglarlo todo» dijo, y se fue volando. En la morada de los dioses, a petición de Cupido, Zeus determinó que los amantes podían vivir juntos. Así que Hermes raptó a Psique y la llevó al cielo, donde se hizo inmortal. Y fueron juntos felices Eros y Psique y a su debido tiempo tuvieron una niña a la que en la tierra llamamos Voluptuosidad.

diciembre 14, 2011 Posted by | posts interesantes | Deja un comentario

Eros

Eros es el dios del amor. En un principio se consideraba nacido a la par de Gea y del Caos. También se piensa que nació del Huevo Original engendrado por la Noche, cuyas dos mitades al romperse formaron el cielo y la tierra respectivamente. Otras versiones que insistían en verlo como un dios menor, y que le quitaban el simbolismo de cohesión interna del cosmos, apuntaban que Eros era un genio intermediario entre los hombres y los dioses, y que había nacido de Poros (el Recurso) y Penía (la Pobreza). Se caracteriza por ser una fuerza inquieta e insatisfecha. La tradición más aceptada y difundida establecía que era hijo de Afrodita (diosa del amor) y de Hermes (mensajero de los dioses). Gracias a los poetas clásicas Eros adqurió su fisonomía más conocida que es la de un niño alado, que se divierte llevando el desasosiego a los corazones. Sin embargo, se ha descubierto que hay diversas genealogías para este dios. A veces se le tiene por hijo de Hermes y Artemisa Ctonia, o bien de distintas Afroditas. Así habría un Amor, hijo de Hermes y Afrodita Urania, Anteros -amor contrario o recíproco- hijo de Ares (dios de la Guerra) y Afrodita (hija de Zeus y Dione). Otro sería hijo de Hermes y Artemisa (hija de Zeus y Perséfone) y es este el que se identifica más con el tradicional niño alado. Puede ser según ciertas representaciones que los inflame con la llama del amor, o que los hiera con las flechas. Pero por más ingenua que sea su apariencia, se adivina en el fondo al dios poderoso y grande. Su madre le tiene muchas consideraciones y cierto temor. Una de las historias más conocidas y además muy romántica donde interviene Eros, es en la que se enamora de la mortal Psique, y de cómo pierde a su amada y luego la recupera, casándose con ella. En ocasiones, se le llama Amor o Amores, y su versión latina es conocida como Cupido.

diciembre 14, 2011 Posted by | posts interesantes | Deja un comentario

Stultifera Navis (La nave de los locos)

Sebastian Brant, la nave de los locos.
Esta es mi nave de los locos
de la locura es el espejo.
Al mirar el retrato oscuro
todos se van reconociendo.
Y al contemplarse todos saben
que ni somos ni fuimos cuerdos,
y que no debemos tomarnos
por eso que nunca seremos.
No hay un hombre sin una grieta,
y nadie puede pretenderlo;
nadie está exento de locura,
nadie vive del todo cuerdo.
Con el Renacimiento, la locura surge como una nueva encarnación del mal. Es en este momento en que aparece la denominada «stultifera navis» (nave de los locos) que determina la existencia errante de los locos. Dicha nave fue utilizada para eliminar del territorio a estos seres infortunados , es un objeto nuevo que aparece en el mundo del Renacimiento: un barco que navega por los ríos de Renania y los canales flamencos. Los locos vagan en él a la deriva, expulsados de las ciudades. Son distribuidos en el espacio azaroso del agua (símbolo de purificación).
Sin embargo, este viaje no sólo hacía las veces de barrendero humano, sino que, otorgaba al loco la posibilidad de purificación, sumado al hecho de que cada uno es entregado a la suerte de su propio destino, pues “cada viaje es, potencialmente, el último”.
La figura del loco es importante en el siglo XV: es amenazador y ridículo, muestra la sinrazón del mundo y la pequeñez humana, recuerda el tema de la muerte, muestra a los humanos una alegoría de su final seguro. La demencia es una señal de que el final del mundo está cerca. El loco, en esta época, está vinculado a un saber oscuro.
En 1494 Sebastian Brant publica en Basilea una obra conocida como Narrenschiff o Stultifera navis. Este libro es un largo poema compuesto por en donde se narra el viaje de 111 personajes de diferentes clases sociales a un país llamado Narragania (Narr: loco, bufón) o también traducido como Locagonia. Existe además una segunda nave tripulada por cuerdos que se dirige a la tierra de la Cucaña o país de la eterna juventud.
El tratamiento que hace Brant es satírico. Cada uno de los tripulantes de la nave de Brant encarna uno de los vicios de la sociedad, de tal forma que la obra sirve para denunciar la condición mundana del ser humano.


Es una sucesión de 112 cuadros críticos (el número puede variar dependiendo de las ediciones) acompañados cada uno con un grabado, en los que Sebastian Brant critica los vicios de su época a partir de la denuncia de distintos tipos de necedad o estupidez. Con posterioridad a esta obra se continuaron escribiendo historias de necios. La secuela más conocida es el Elogio de la locura (1509), del humanista Erasmo de Róterdam, (quien conocía la obra de Brant) que surge a la luz del naciente humanismo, en esta obra la locura pasa a ser parte directa de la razón y una denuncia de la forma general de la crítica. Es la locura la que ahora analiza y juzga a la razón. Los papeles se invierten y dejan ver que una no podría sobrevivir sin la otra, pues ambas son una misma cosa que, en determinados momentos, se desdobla para revalidar su necesaria presencia en el mundo.

En la obra de El Bosco, (1503/04) también existen similitudes. De hecho, la metáfora de la barca era una de las más frecuentes en la Edad Media.


Navega a la deriva, cargada de gente.

En la nave de los locos,
unos reman, otros soplan
y nadie se preocupa
de los escollos de enfrente.

Extraccion de la piedra de la locura

La extracción de la piedra de la locura es una especie de operación quirúrgica que se realizaba durante la Edad Media, y que según los testimonios escritos sobre ella consistía en la extirpación de una piedra que causaba la necedad del hombre. Se creía que los locos eran aquellos que tienen una piedra en la cabeza. Prácticamente el 100% de estas intervenciones culminaban con la muerte del paciente ya que literalmente le abrían la cabeza sin ningún tipo de higiene.


La leyenda que aparece escrita en este cuadro de El Bosco dice: Meester snyt die Keye ras, myne name is lubbert das, que significa Maestro, extráigame la piedra, mi nombre es Lubber Das. Lubber Das era un personaje satírico de la literatura holandesa que representaba la estupidez. Viene a decir «mi nombre es tonto». Véase la representación del fraile como borracho y la monja como ignorante.

Sólo en el siglo XVII se dominará a la locura a través del encierro, con el llamado “Hospital de los locos”, donde la razón triunfará por medio de la violencia.

Foucault, definía el trato de la insania como “un espacio moral de exclusión”. Y así era, en especial cuando la errancia se sustituyó por el encierro. El hospital, el manicomio no era un establecimiento médico sino una institución administrativa, policial para entendernos, poco diferenciable de la cárcel en la práctica. Se encerraba y se maltrataba, en condiciones infrahumanas, es cuando se encierran a locos, pobres,mendigos, todos juntos sin distincion; eran vistos como obstáculos, seres ociosos que hay que quitar del camino del progreso que acompañaba a la naciente sociedad capitalista, dentro del marco de la era moderna europea.

diciembre 8, 2011 Posted by | posts interesantes | Deja un comentario

Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard y Martin Heidegger

Gilles Deleuze (París, 1925 – 1995)

Filósofo francés de obra influyente en el arte y la literatura del último medio siglo, clasificado unas veces dentro del posmodernismo y otras en el estructuralismo. Fue profesor de filosofía de la Universidad de París. Como teórico ha desempeñado un papel determinante en el saber contemporáneo aunando en un mismo plano del análisis la filosofía, el arte, la literatura, la ciencia y otros discursos. Examinó la obra de escritores como F. Kafka, M. Proust, L. Sacher-Masoch, S. Beckett y otros.

Entre sus libros más importantes cuentan Lógica del sentido (1969), El Anti Edipo (1972) escrito junto a F. Guattari y Mil mesetas (1980). El primero intenta una teoría del sentido en sus límites paradójicos con el sin sentido; el segundo, una revisión o ajuste de cuentas con J. Lacan y con S. Freud, coloca el psicoanálisis en la sociedad, dentro de la producción capitalista, y no como una escena simplemente familiar; Deleuze llama esquizoanálisis a su método, enfrentándolo al psicoanálisis. El tercero, Mil mesetas, es una suerte de continuación del Anti Edipo, desarrollando la teoría del «rizoma» en contraposición a otros órdenes del saber y de la vida de estructura más clásica.

Las teorías de Deleuze han influido tanto en el campo de la filosofía como en el de la creación. Su idea dinámica de la escritura la desterritorialización de la lengua ha incidido en poetas de distintas regiones, desde los language poets estadounidenses hasta los neobarrocos latinoamericanos, así como a escritores actuales de diversos géneros.

Su enfoque, junto a los de M. Foucault y J. Derrida, generó lo que se conoce como «segunda generación» de la corriente estructuralista. Su idea del «concepto», por ejemplo, incorpora los «afectos», deslindando la abstracción de una nueva producción de sentido vinculada al placer. Este rasgo lo convirtió en un filósofo singular más abocado a la inventiva propia de un nuevo tipo de escritor-pensador que a la producción de un discurso abstracto o metafísico. Entendía la literatura más como un proceso abierto de «ensamblajes» y «conexiones» que como una obra orgánica en el sentido tradicional.

Jean-François Lyotard (Francia, 1924-1998)

Filósofo francés, autor de una original filosofía del deseo y significado representante del posmodernismo. Nacido en Versalles, fue profesor de Filosofía en la Universidad de París VIII (Saint-Denis) y miembro del grupo Socialisme ou Barbarie (Socialismo o Barbarie) fundado por Cornélius Castoriadis. Denunció desde su seno el compromiso militante radical, que creía se podía convertir en un dispositivo análogo al de la religión. En 1973 publicó A partir de Marx y Freud, texto en el que manifestaba su distanciamiento tanto del marxismo como del psicoanálisis. En Discurso, figura. Un ensayo de estética (1971) subrayó el concepto de `deseo` en la palabra y en la percepción, para él, la obra de arte expresa la subversión del deseo, por lo que proponía el arte de la libido. En Economía libidinal (1974), abolía cualquier realidad que no fuese la del flujo del deseo: hay gozo por todas partes. No obstante, no dispuso todo en la categoría de la energía, ya que creía que era necesario mantener una discriminación de los signos. En La condición posmoderna (1979) analizó la caída de lo universal y constató una nueva discusión sobre el pensamiento de Georg Wilhelm Friedrich Hegel y de Karl Marx en el siglo XX. Propuso una política favorable a las minorías y postuló un horizonte que conduciría a rechazar toda forma de terror y de totalitarismo.

Martin Heidegger (Messkirch, Alemania, 1889-Todtnauhaberg, actual Alemania, 1976)

Filósofo alemán. Discípulo de Husserl, su indiscutible preminencia dentro de la filosofía continental se ha visto marcada siempre por la polémica, sobre todo la de su adhesión al régimen nacionalsocialista, manifestada en el discurso que pronunció en la toma de posesión de la cátedra en la Universidad de Friburgo (1933). La renuncia a la cátedra, muy poco después de ocuparla, no evitó que en 1945 fuera destituido como docente en Friburgo, tras la ocupación de Alemania por los aliados.

Sólo en el año 1952 se reincorporó, si bien su actividad académica fue ya mucho menos constante. Aunque recibió de algunos de sus discípulos, como Marcuse, la sugerencia insistente de que se retractara públicamente de su discurso de 1933, el filósofo desestimó el consejo y nunca quiso dar explicaciones. Si bien para algunos es imposible abordar su obra sin reservas, la mayoría de filósofos y estudiosos actuales prefieren tomar el trabajo de Heidegger en su sentido estrictamente filosófico, que no resulta menos controvertido. Desde la filosofía analítica, su obra ha sido criticada con dureza, sobre todo por Carnap. Pero el pensamiento heideggeriano también ha suscitado adhesiones entusiastas: así, la filosofía francesa de las décadas de 1960 y 1970 (Derrida, Lévinas, Ricoeur) admiró la capacidad de precisión de su lenguaje, así como su aportación al discurso humanístico.

La obra de Heidegger suele entenderse como separada en dos períodos distintos. El primero viene marcado por Ser y tiempo, obra que, pese a quedar incompleta, plantea buena parte de las ideas centrales de todo su pensamiento. En ella, el autor parte del presupuesto de que la tarea de la filosofía consiste en determinar plena y completamente el sentido del ser, no de los entes, entendiendo por «ser» (aunque la definición de este concepto ocupa toda la obra del autor, y es en cierto sentido imposible), en general, aquello que instala y mantiene a los entes concretos en la existencia.

Holzwege: palabra de origen alemán, que literalmente significa “caminos de bosque”

diciembre 5, 2011 Posted by | Biografías, posts interesantes, Textos trabajados en clase | , , , | Deja un comentario

Naufragar y pensar

Naufragar y pensar.

Prof. Andrés Sosa

Empezamos por el medio, desde el centro de la filosofía… preferimos ahogarnos y bracear a lo loco antes de acercarnos tímidamente desde afuera como quien se acerca al agua demasiado fría. Primero un dedo, luego el otro, finalmente un pié y una mano… así nos quedamos eternamente en la orilla, intentando acercarnos a una materia fría y extraña.

Pero desde este taller proponemos otra cosa. Haciendo nuestra una expresión del filósofo francés Guilles Deleuze, preferimos situarnos en medio de la filosofía, partir desde su centro mismo para perdernos mejor en sus pliegues y comenzar desde ahí, un poco mareados, este recorrido del pensamiento – para el pensamiento. A diferencia de otras disciplinas en las que quizá navegamos en busca de alguna certeza, cuando nos sumergimos en la filosofía no podemos hacer otra cosa que naufragar; la única profundización que se produce es la de la sensación de que no se sabe nada, no se entiende nada de todo esto, y cuanto más se persigue más se escapa.

Entonces, lejos está de la filosofía el propósito de producir sabiduría, o de otorgarnos siquiera un tipo de posesión, aunque sea tan volátil como el saber. El motor de la filosofía es la extrañeza, el desconocimiento frente a lo demasiado conocido y no la triste certeza de que se posee algo…

La filosofía nos invita a perdernos por senderos de bosque en el mismo movimiento del pensar. Holzwege. Martin Heidegger describe el trabajo de la filosofía mediante esta imagen tan bella: pensar es como internarse en un bosque, el pensamiento es como esos caminos que los leñadores van trazado en los montes a fuerza de internarse una y otra vez, de volver sobre sus propios pasos. La filosofía es el trazado de esos caminos y no se distingo del acto de recorrer los senderos; es en ese mismo recorrido. Lo que es lo mismo que decir que la filosofía es igual a la experiencia del pensamiento, no persigue otro fin que su recorrido mismo, y mientras más perdidos en el medio de ese bosque frondoso, tanto mejor como lugar para comenzar.

diciembre 5, 2011 Posted by | posts interesantes | Deja un comentario